Pasan los años y cambian algunos protagonistas, pero en cada campaña electoral nuestros dirigentes políticos se enredan en declaraciones agresivas, escandalosas, desde todo punto de vista innecesarias.
Desde el más experimentado al recién llegado; desde el más conocido al que lucha contra un alto desconocimiento social; desde el que está bien posicionado en las encuestas al que registra una baja intención de voto. Todos parecen competir por ingresar a la historia del absurdo, el golpe bajo, la sordidez y la injuria.
Se suele acusar al marketing político de diseñar campañas insulsas para candidaturas hechas a medida de cierta expectativa ciudadana detectada en las encuestas. Esas críticas apuntan a candidatos entrenados, con la ayuda de actores, guionistas y hasta foniatras, en declaraciones públicas previamente medidas palabra por palabra, que repiten en cuanta entrevista participan.
Sin embargo, no es esa la experiencia principal que tenemos cada dos años. Se trate de cargos nacionales, provinciales o municipales, sean elecciones de carácter ejecutivo o legislativo, no importa: el resultado siempre es el mismo. Todas las semanas, más de media docena de candidatos quedan vinculados en los medios y en las redes sociales con una grosería, tan sorpresiva como injustificada, que para colmo, en no pocos casos, expresa una afrenta violenta contra algún adversario.
¿Es que acaso creen que no valoramos la prudencia, la moderación, que no nos importa que un político nos demuestre que puede contenerse emocionalmente y, por el contrario, nos están diciendo que apreciamos el desborde, las palabras soeces, el menosprecio y la agresión del rival?
El grito descalificador que un docente le dirige a su alumno en un aula no es diferente a la respuesta destemplada que un candidato le brinda a un periodista en una entrevista, o las palabras que otro candidato profiere por una red social agrediendo a su más directo competidor.
El mismo cuadro se repite, aunque en otro sentido, cuando en un restaurante una multitud pierde todos los frenos inhibitorios que guían a diario la vida de cada uno de sus integrantes, ahora devenidos en una patota anónima que impide a los gritos la presencia de un exfuncionario político en el lugar.
Al parecer, estamos inmersos en una atmósfera violenta, donde el diálogo político entre quienes piensan diferente es imposible. Pero la democracia deja de ser tal si esa conversación no se puede desarrollar y sostener hasta en las circunstancias más adversas.
La democracia es deliberación y, por tanto, competencia discursiva. Pero es obvio que no se trata de intercambiar insultos sino ideas, programas, posibles soluciones para los problemas más acuciantes que enfrenta una sociedad.
En ese contexto, lo ideal sería que quienes aspiran a conquistar nuestro voto nos explicasen con razonables justificaciones hasta los mínimos detalles de sus propuestas, y que nos entregaran los inteligentes argumentos con los que podrían refutar a sus contendores.
La sociedad debiera tener algún modo de premiar a quienes así se comportan y de sancionar a quienes pervierten el sentido profundo de una campaña electoral.