El próximo domingo la Argentina celebrará 40 años de vida democrática ininterrumpida. Aquel 10 de diciembre de 1983 asumía la presidencia de la Nación el doctor Raúl Alfonsín poniéndole punto final a muchas décadas de inestabilidad institucional en el país.
En efecto, concluiría un largo tiempo de alternancias no deseadas entre regímenes autoritarios y gobiernos elegidos por el pueblo, que tuvo como principal consecuencia un sistema político deteriorado, amañado y, como ocurrió en los años ‘70, ganado por la violencia resultante de revanchismos y fanatismos sectoriales que invadieron el día a día del país.
Una de las definiciones más recordadas de aquel histórico diciembre de 1983, pronunciada por el presidente Raúl Alfonsín desde los balcones del Cabildo porteño, en su mensaje a una multitud que lo vivaba, fue la que reflejó el deseo de dar inicio a “100 años de libertad, paz y democracia”, aunque destacando, también, que “iniciamos una etapa que será difícil”, como avizorando el incómodo derrotero que encararían él y sus sucesores.
Efectivamente, el camino recorrido no fue fácil, especialmente para la gente que, con su voto, renovó periódicamente el crédito en su dirigencia.
La mayor prueba de fuego para la vida democrática seguramente quedó enmarcada en los sucesos de diciembre de 2001, cuando el rumbo institucional supo sobreponerse a la discontinuidad que significó la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa en medio de una revuelta motivada por una de las tantas crisis que pusieron a prueba la paciencia ciudadana.
El derrotero posterior hasta desembocar en esta fecha puntual también supo de buenas y malas épocas, hasta concluir en el actual cuadro de situación a nivel popular: impera una sensación de disgusto instalado como consecuencia de la persistencia de la inflación, la inseguridad y la consecuente pobreza creciente año tras año. Pobreza e indigencia que quedan, no nos cansaremos de insistir, como la mayor deuda que tiene la democracia con el pueblo argentino al cabo de estas cuatro décadas de institucionalidad.
La falta de esperanza, la frustración, el desánimo son los aspectos demostrativos de cómo una sociedad entera se siente desbordada por una crisis de difícil final, según el diagnóstico en manos de toda una clase dirigente también impotente y desbordada.
Por lo tanto, no debería considerarse casual que la conmemoración de cuatro décadas de vida democrática coincida con una expresión de rebeldía generalizada expresada hace muy pocos días en las urnas para consagrar a un dirigente nuevo en la política, que hizo de la interpelación a la tradicional dirigencia su punto de sustentación para ganar adhesiones y votos.
Como ya señalamos, este especial aniversario republicano encuentra a la mayor parte de la ciudadanía abatida, desconcertada y al borde de la desconfianza en sus dirigentes. Las fichas puestas por amplia mayoría a una persona que representa como una tabla de salvación pueden representar una última oportunidad.
Por lo tanto, siempre cabe esperar que quien gobierne en nombre de la ciudadanía lo haga con la capacidad y honestidad necesarias para responder a tanta expectativa popular, de modo de seguir consolidando el sistema democrático, que, aunque frágil, ofrece las mayores posibilidades de opciones y alternancias en el ejercicio del poder.