El resurgir de la guerra es el retorno de la barbarie

La crisis ucraniana, devenida de la embestida homicida de Vladimir Putin, es una buena demostración de que el pasado siempre vuelve y la paz es sólo el interregno entre dos guerras.

El resurgir de la guerra es el retorno de la barbarie
Militares ucranianos patrullan una aldea recientemente recuperada al norte de Kharkiv, en el este del país. (Foto AP / Mstyslav Chernov)

Estos días que vivimos parecen corroborar el viejo aserto de que la guerra es la continuidad de la política por otros medios. La crisis ucraniana, devenida de la embestida homicida de Vladimir Putin, es una buena demostración de que el pasado siempre vuelve y la paz es sólo el interregno entre dos guerras (otro viejo aserto). Y a la vez naturaliza la sensación de que esa paz es imposible y de que en tiempos excepcionales la gente debe acostumbrarse a salir a comprar el pan bajo el fuego de los francotiradores (como en Sarajevo) y hacerse a la idea de que a veces las cosas salen mal.

Sin embargo, y sin que muchos quieran percatarse de ello, hoy el mundo está en peligro: el sueño imperial de un autócrata ha llevado al mundo a los bordes de la crisis de 1938, cuando la visión insular de otro autoconvencido de su grandeza inició la hoguera que consumiría a 56 millones de seres.

Antes, en 1914, el mundo había aplaudido el inicio de “la guerra que acabaría con todas las guerras” y costó 19 millones de vidas bajo la mirada patriótica de los obispos franceses, que bendecían las armas de su patria, y la de los obispos alemanes, que hacían lo mismo con las suyas.

Con todo, los conflictos suscitados tras la Segunda Gran Guerra fueron de la mediana intensidad a las confrontaciones encapsuladas, y aun la Guerra Fría se libró durante 40 años con un libreto que excluía la opción nuclear, amenaza hoy presente en un mundo globalizado donde hay demasiadas ojivas atómicas en las peores manos imaginables. Hoy, en suma, nadie está al margen.

La crisis ucraniana ha dejado a la vista demasiadas imprudencias, complicidades e irresponsabilidades: la tardía reacción de la Otan, que no pudo o no supo achicar el riesgo; la labilidad germana, fuertemente ligada al petróleo y al gas de Moscú; la debilidad norteamericana tras la grosera administración Trump; la fluctuante y poco creíble diplomacia vaticana, y sobre todo, la manifiesta carencia de liderazgo, una carencia de orden mundial. El Parnaso está vacío.

Paradójicamente, Moscú sigue facturando mil millones de euros diarios a una Europa que no tiene gas ni petróleo, de la misma manera que en las guerras anteriores Alemania obtenía a través de Suiza el hierro y el níquel de los países aliados para forjar los proyectiles que matarían a los soldados aliados.

Las guerras, se sabe, las declaran quienes se conocen bien y las pelean quienes nunca se han visto.

El peor de los saldos –provisorio–, si se pudiera hacer caso omiso del alza en el precio de las materias primas y la virtual parálisis de la producción mundial, es la naturalización de la violencia desmesurada para afrontar los conflictos, de que no existe otra salida que la de las armas ante la estolidez de los organismos multilaterales que hace ya demasiado tiempo parecen haber perdido el norte.

Acostumbrarnos a esa idea es lo peor que puede pasarnos.

En una era que algunos han dado en llamar la sociedad del conocimiento, o de la tecnología y de la información, donde los bloques ideológicos en pugna del siglo XX volaron por los aires, se suponía que los conflictos entre países o regiones se solucionarían con las herramientas del comercio y de la paz, pero la guerra siempre encuentra su desvío por donde regresar. Es preciso clausurar para siempre ese retorno a la barbarie.

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