La reciente elección presidencial en Venezuela despertaba en la región la expectativa de un posible triunfo de la oposición que pusiera punto final a 25 años de dictadura chavista. Lo que expresaba la calle en las principales ciudades del país caribeño era una mayoritaria ilusión de un cambio político drástico que permitiera retomar el goce de libertades y de una vida democrática.
Pero también había que sospechar, una vez más, de la honestidad del régimen y de sus intenciones de no aceptar un resultado adverso y encaminarse hacia una larga transición hasta enero próximo. Todo conduce a determinar que la dictadura venezolana puso en práctica el mayor fraude que se recuerde entre las democracias latinoamericanas, según los cálculos de expertos y periodistas especializados.
No entregarán el gobierno, entre otras cosas porque no se pueden permitir quedar vulnerables ante una significativa cantidad de causas judiciales que deben enfrentar en algún momento y que en una democracia libre tendrán como destino la cárcel o algún forzado exilio. Todo como consecuencia de una trama de corrupción orquestada detrás del telón de la lucha ideológica que el chavismo siempre usó para justificar sus oscuros negocios.
Probablemente, a Nicolás Maduro y su leal entorno no le preocupaba tanto que una votación rotundamente adversa, como verdaderamente se produjo, lo desalojara del poder porque estaban confiados en su total impunidad; ya habían hecho fraude antes y no había pasado nada.
Pero, en esta oportunidad la jugada para manipular a su antojo un resultado electoral puede tornársele mucho más difícil a Maduro y su élite. Los gobiernos de muchos países, entre los que se encuentra Estados Unidos, ya han reconocido como ganador de la reciente elección al opositor Edmundo González Urrutia. Confían en los números que manejan las agrupaciones que lo propiciaron como candidato y descreen totalmente de un gobierno que aún no puede dar a conocer oficialmente las famosas actas con las que se pretende mostrar que Maduro fue reelecto. Argentina, que apoyó claramente a la principal coalición opositora, espera el momento para efectivizar su posición.
Con respecto al gobierno argentino, tomó una clara postura en contra del régimen dictatorial venezolano y a favor de la candidatura de González Urrutia. Fue una definición importante, totalmente opuesta al alineamiento con el chavismo que mantuvieron los gobiernos kirchneristas entre 2003 y 2015 y durante la presidencia de Alberto Fernández. Postura en línea que le significó a la Argentina quedar a contramano en muchas votaciones de los organismos que integra, como Naciones Unidas o la OEA.
Por su impronta, el presidente Milei quedó expuesto a las difamaciones y amenazas públicas de Maduro. La reciente expulsión de diplomáticos y personal asignado a la Embajada de nuestro país en Caracas así lo demuestra. Sin embargo, el desprestigio del líder bolivariano juega a favor del primer mandatario argentino, al que no se le puede negar el derecho a expresarse por una Venezuela plenamente democrática.
La reacción represiva de Maduro y sus fuerzas de seguridad ante las protestas posteriores a su nueva proclamación como presidente puede llegar a incrementarse si las manifestaciones sociales se reiteran y multiplican en las calles venezolanas. Es por ello que los gobiernos democráticos de la región deberán permanecer atentos para interponer ante los organismos internacionales que corresponda las acciones necesarias para impedir que el régimen siga oprimiendo y expulsando a quienes no aceptan someterse a sus desatinos.