Argentina tiene que reducir el tamaño del gasto público. No sólo porque un déficit fiscal crónico y descontrolado impacta de modo negativo en otras variables macroeconómicas. El acuerdo con el FMI que aprobó el Congreso prevé su reducción progresiva para que sea igual a cero dentro de un par de años. Terminamos 2021 con un déficit de 4 puntos. Nos comprometimos con el FMI a cerrar 2022 con un déficit de 2,5 puntos.
Sin embargo, el Gobierno nacional se resiste a practicar un ajuste en las cuentas públicas y exhibe su resistencia como un valor positivo. La consigna “no hay que aumentar las tarifas de los servicios, sino subsidiarlas” ahora se ha trasladado, por ejemplo, al sector de los alimentos, donde se abrieron varias líneas de subsidios. Ese gasto extraordinario, entonces, busca ser justificado en el discurso oficial por su presunta acción antiinflacionaria. Pero la inflación no cede, sino que se acelera. La solución no es tal, sino parte del problema.
El déficit anunciado para este año equivaldrá a unos 14 mil millones de dólares. No los tenemos, pero vamos a gastarlos. Es una afirmación temeraria. ¿De dónde saldrán? No parece una pregunta sustantiva, porque la respuesta no define la decisión. Una persona, una familia, una empresa, antes de endeudarse, por el motivo que fuere, se aseguran de contar con una línea de crédito a su disposición. El Estado argentino obra al revés: primero hace el gasto, luego ve de dónde saca el dinero.
Cuando dispone de mercados, el Estado se financia con deuda. Cuando esos mercados se cierran porque el riesgo de prestarle a la Argentina es muy alto, se financia con emisión monetaria. El riesgo país está en el rango de los 1.800 puntos. Pero, curiosamente, no tenemos ningún vencimiento cercano, porque hace un año este gobierno reestructuró los títulos para posponer los pagos. En el año transcurrido, los nuevos bonos perdieron un 40 por ciento de su valor porque el mercado estima que, cuando venzan, no los podremos pagar.
La palabra que explica este cuadro es desconfianza. Nadie confía en el rumbo económico de la Argentina. Ni los mercados, ni los inversores, ni las empresas, ni los organismos multilaterales de crédito, ni los argentinos.
Desde el retorno democrático hasta la crisis de 2001, el Estado argentino tuvo un gasto equivalente a 20-21 puntos del producto interno bruto. Desde 2003 hasta 2015, ese gasto creció hasta el 38%, y su expansión estuvo acompañada de la instrumentación de nuevos impuestos. El déficit fue una constante. Apenas en un par de ocasiones hubo superávit fiscal, pero entonces no se pagaba la deuda.
Si el Gobierno sigue creyendo que con nuevos impuestos y una inflación alta puede aumentar la recaudación y crear el espejismo de la reducción del déficit, trasladará la responsabilidad del ajuste a los ciudadanos, a las empresas, a los mercados. Cuando algo semejante sucedió en nuestra historia, el resultado fue muy doloroso.