Las recientes elecciones presidenciales en Uruguay dejaron nuevamente una calificación democrática muy alta para el vecino país, atributo ponderado a nivel internacional en virtud del pleno funcionamiento de las instituciones.
En lo referido al acto electoral del domingo 24, ese saludable clima republicano de los uruguayos se reanimó a poco de conocerse la tendencia de la votación en la segunda vuelta presidencial, cuando el candidato oficialista Álvaro Delgado felicitó al presidente electo,
Yamandú Orsi, señalando que estaría disponible “para proyectos conjuntos de interés nacional”.
A su vez, el presidente en funciones, Luis Lacalle Pou, tampoco tardó en saludar a quien será su sucesor, prometiendo un traspaso de mando ordenado mediante un sensato período de transición.
Aunque resulte obvio para quienes apuestan a la democracia, no deja de ser reconfortante que, una vez más, y más allá de las lógicas diferencias ideológicas y metodológicas que puedan existir entre los sectores partidarios en pugna, nadie cuestione algo tan elemental como los resultados surgidos de las urnas.
Por otra parte, y en base a dicho desempeño, es pertinente señalar que la prensa internacional destaca que Uruguay viene calificando en forma elevada entre los países del mundo por la vigencia de la libertad de expresión y el combate contra la corrupción.
Y también es muy importante reparar que esa notable valoración se traslada a la ciudadanía, que suele reconocer tales atributos de sus dirigentes.
En dicho contexto, se espera para el 1 de marzo próximo, fecha del cambio de mando, una ceremonia de traspaso ordenada, que marque el comienzo de una nueva etapa política, claro, pero sin alterar el ritmo que aportan instituciones fuertes y una cultura política que hace del diálogo el proceso más apropiado para intentar encontrar coincidencias.
Queda en evidencia una vez más que la tradición democrática uruguaya, sólo interrumpida por una dictadura militar que gobernó entre 1973 y 1985, sobresale y trasciende por encima de los intereses sectoriales, tanto políticos como económicos.
E impera una estabilidad política que hace muy poco vulnerable a la sociedad uruguaya a cualquier intento de aplicación de regímenes populistas o autoritarios.
Además, la estabilidad socioeconómica en el vecino país, muy destacada en la región, influye en el apego a las formas que tiene la clase dirigente de la cercana república.
Todo basado en el alto nivel de calidad de vida que caracteriza a Uruguay.
Analistas internacionales consideran que hay una baja desigualdad de ingresos entre segmentos sociales, en comparación con otros países de la región, lo que contribuye en el clima social general de la población.
Virtudes institucionales del pueblo uruguayo a través de sus representantes, que deben servir como modelo para varios países, en especial el nuestro, en el que el que ha quedado demostrado que, por inoperancia de sus miembros, la democracia no alcanzó a instalarse como mecanismo de convivencia y solución de los problemas de la comunidad.
Como bien señaló no hace muchos años una rigurosa mirada periodística, en Uruguay “los partidos tienen estructura, dirigencia electa, normas de disciplina, seguidores con identidad política y, sobre todo, un conjunto de ideas y creencias que implican un lazo común”.