Totalmente reprochables resultaron recientes apreciaciones de encumbrados dirigentes del peronismo con relación a la campaña electoral y, principalmente, a los planes electorales de la oposición.
Por un lado, el gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, sostuvo públicamente que “todo lo que le quieran aplicar al pueblo argentino va a ser con derramamiento de sangre, porque es insostenible”.
Por su parte, el titular del Poder Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, fue más directo y sostuvo que “están dispuestos a asesinar gente” para llevar a cabo sus políticas, que, según el bonaerense, se basan en planes de ajuste.
“Cuando vemos cómo discuten entre ellos, vemos que la derecha tiene muchos candidatos, pero un solo proyecto. Y si para llevar adelante el ajuste tienen que reprimir, están dispuestos a hacerlo”, remarcó el gobernador oficialista, siempre afín a la verborragia irresponsable.
Se sabe que este tipo de afirmaciones forman parte, en gran medida, del estilo confrontativo de gran parte de la dirigencia oficialista.
No hace mucho, el ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, había señalado algo muy parecido cuando vaticinó que habría “calles regadas de sangre y muertos” en la Argentina si en las elecciones presidenciales de este año se impone la oposición y pasa a ser gobierno a partir del 10 de diciembre.
Según el funcionario, las políticas a implementar por un futuro gobierno no kirchnerista, para solucionar el drama económico y social que afecta a la mayor parte de la población, sólo darían paso a reacciones populares que obligarían a una represión de las mismas en las calles por parte de las futuras autoridades.
Es muy preocupante el citado cuadro de situación.
Es evidente que en el oficialismo nacional ven muy factible que el voto popular resulte adverso a sus pretensiones de continuidad.
Y es fácil advertir que el humor social no es el más favorable para las aspiraciones de quienes pretenden mantener en el poder al espacio gobernante.
Queda claro que, habiendo transcurrido ya gran parte de su último año de gestión, el gobierno nacional no encuentra más argumentos sostenibles para culpar a la administración anterior de Mauricio Macri del actual descalabro, especialmente en lo económico y social.
Las primarias abiertas de agosto, sistema que siempre termina constituyéndose en una gran encuesta, definirán el camino hacia las presidenciales de octubre y mostrarán cuál es realmente la tendencia según el punto de vista de la mayoría del electorado.
Esos pasos de nuestra vida democrática deberían darse en un contexto de debate, con planteos y réplicas, sin ninguna duda.
Pero nunca con la presión y el acecho de afirmaciones amenazantes que vaticinan un ambiente sumamente tenso, nada recomendable para que la gente se exprese normalmente en las urnas.
Le cabe a la dirigencia de la oposición, en todas sus opciones electorales, mantener un clima lo más saludable posible desde el punto de vista democrático.
Precisamente, la tan pregonada convivencia en democracia admite el disenso, porque lo necesita, es su sustentación, pero sin necesidad de recurrir al agravio o a la descalificación.
Una campaña basada en la amenaza o el temor desvirtúa los preceptos republicanos que nos deben regir y no puede verse más que como una advertencia de que si no ganan los que amenazan, las amenazas efectivamente se cumplirán. Peligroso.