Si se observan los datos que grafican los problemas sociales y económicos del país, la primera conclusión que puede extraerse es que los argentinos atravesamos un momento histórico, en el que los dirigentes políticos deberían ponerse de acuerdo en vez de pelearse por cuestiones mínimas o por intereses personales.
La Argentina padece niveles de pobreza que superan el 40% de la población. El porcentaje aumenta en los niños, lo cual compromete sus posibilidades futuras de una vida digna ya que esa situación implica una alimentación deficiente y una marcada desigualdad en el acceso educativo.
Si se pone la lupa en el ámbito del trabajo, los datos negativos también saltan a la vista. En ese terreno hay un crecimiento notable de la informalidad –vale decir, empleos sin goce de derechos laborales básicos, como aguinaldo y vacaciones– y una proliferación de emprendimientos cuentapropistas que difícilmente prosperen por encima del nivel de supervivencia.
A la inflación casi endémica que padecemos desde hace más de una década y media, se sumaron en los últimos años calamidades como la pandemia y la sequía, que deberían haber sido afrontadas mediante políticas consensuadas.
Sin embargo, casi desde el mismo momento en que ganó las elecciones de 2019, la coalición del Frente de Todos empezó a mostrar que su eficacia para imponerse en las urnas era inversamente proporcional a su capacidad para gestionar y resolver la panoplia de problemas significativos o insignificantes que se le fueron presentando, desde el acuerdo por la renegociación de la deuda externa con el FMI hasta temas protocolares respecto de los que aparecían en una foto junto al presidente Lula de Brasil.
Ahora, en pleno período electoral, en el momento en que la población debe definir qué partido o que alianza dirigirá los destinos del país en los próximos cuatros años, las disputas arrecian tanto en el oficialismo como en la oposición.
Se supone que la política democrática tiene su base en la discusión de ideas y en el conflicto de intereses. Pero hay momentos críticos en que unas y otros deben menguar de intensidad para llegar a acuerdos o consensos en pos del bien común.
Es lo que ocurrió en 1987, cuando casi todo el arco político repudió el intento de golpe carapintada en Semana Santa, o lo que se repetiría después de la crisis de 2001, cuando Eduardo Duhalde y Raúl Alfonsín garantizaron la gobernabilidad y la estabilidad de la Argentina mediante una serie de coincidencias básicas detrás de las cuales se encolumnaron dirigentes peronistas y radicales.
Independientemente de si la crisis actual es más o menos aguda que aquellas, ya no sólo es imposible concebir un acercamiento entre oficialismo y oposición sino que en los propios senos del Frente de Todos y de Juntos por el Cambio se alientan más tensiones y divisiones.
Sin voluntad de consenso, será difícil afrontar los desafíos de gobernar la Argentina en los próximos años.