En los últimos meses, la difusión del índice de precios al consumidor se transformó en una sorpresa para el Gobierno nacional, cuyos principales funcionarios ensayan comentarios inocuos que no aportan soluciones.
Por contrapartida, para la sociedad, el dato de la inflación promedio se convierte en una constatación de la pérdida de calidad de vida y del profundo deterioro que soporta la Argentina.
En 2019, el alza de los precios fue de 53,5 por ciento, con una leve baja en 2020 (en plena pandemia), al llegar al 42 por ciento.
El agravamiento de las condiciones en los últimos años no logra ocultar el problema crónico que sufre la economía argentina, que en los últimos 19 años –entre 2002 y 2021– tuvo una inflación anual promedio de 26 por ciento. En la última década, la escalada trepó al 37 por ciento anual.
Para graficar esa decadencia, los economistas recurren al billete de mil pesos, creado en 2017 y que en menos de cinco años ya perdió el 92 por ciento de su valor en dólares.
Durante enero, el relevamiento del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) detectó una suba en los precios de 3,9 por ciento, con un aumento de 50,7 por ciento en los últimos 12 meses.
La tendencia alcista parece no detenerse, si se tiene en cuenta que el Gobierno nacional anunció una actualización de las tarifas de los servicios públicos de al menos 20 por ciento; del precio de los combustibles, y del valor dólar mayorista para evitar una mayor brecha con las cotizaciones de los dólares financieros.
Los acuerdos de precios no alcanzan siquiera al conurbano bonaerense, y menos aún al interior del país, por lo que se convierten en meros anuncios publicitarios.
El problema radica en que tales convenios fueron ratificados como la principal política que desarrollará el Ministerio de Economía para cumplir el acuerdo, aún en borrador, con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En ese contexto, resultará difícil que las autoridades puedan alcanzar la pauta anual de 40 por ciento, como se sugirió al FMI, dadas las resistencias internas en el Gobierno para aumentar las tarifas y reducir los planes asistenciales, entre otras medidas.
La suba de la tasa de interés que proyecta el Banco Central para moderar el consumo provoca, por otro lado, un aumento del déficit cuasifiscal del organismo.
Durante la campaña electoral, el presidente Alberto Fernández había prometido terminar con las letras de liquidez (Leliq), que es la forma en la que el Banco Central absorbe dinero del mercado.
El elevado déficit que mantiene su gestión obligó a emitir más pesos para financiar el gasto público.
La constatación más grave de la alta inflación, con elevada incidencia en los alimentos y, por ende, con fuerte impacto en los sectores más vulnerables, es que el Gobierno carece de un plan para conjurar la suba de precios.
El desbande cotidiano de los precios provoca una degradación de las condiciones de vida y sumerge a la Argentina en una decadencia que parece no poder ser corregida por las actuales autoridades.
No hay que olvidar que la inflación es la más regresiva política de distribución de ingresos ya que siempre perjudica a los sectores de menores recursos.