Tendemos a pensar que ciertas situaciones críticas de la realidad sólo ocurren lejos y las padecen otros, convencidos de que es imposible que nos suceda lo mismo.
Pero es muy probable que negarnos a decodificar las señales que podrían anticipar nuestro futuro cercano impida o demore la implementación de medidas para evitar problemas similares.
Ecuador es hoy el mejor ejemplo de que iguales causas generan parecidas consecuencias: el estado de excepción decretado la semana pasada por el presidente Daniel Noboa , con un número creciente de muertes, atentados diversos, secuestros, cárceles tomadas y bandas armadas irrumpiendo en vivo durante la emisión de un noticiero televisivo es apenas la consecuencia espasmódica de todo lo que una sociedad ha venido barriendo bajo la alfombra hasta que se ha tornado imposible disimularlo. Y hay que decirlo con una cuota de sano escepticismo: quizás ya sea tarde.
La presencia de los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación en este conflicto interno no es una noticia reciente.
Desde hace décadas el narcotráfico ha venido erosionando a una población largamente postergada –a la que la dolarización no salvó de nada–, permeando a la política y a los sectores más débiles, ante la indiferencia de dirigentes irresponsables y cómplices según el caso, con una clara retirada del Estado de sus deberes tutelares y una alta dosis de anomia por parte de una sociedad que acaba por desarrollar la necesaria tolerancia para que el delito crezca de forma exponencial.
En la actualidad Ecuador es el responsable del 80% de los envíos de cocaína a Europa, y Guayaquil se ha convertido en lo que era la Medellín de Pablo Escobar en los años 1980.
Por el camino se aceptó que el sistema carcelario fuera gestionado desde adentro por los mismos reos que circulan armados por los establecimientos penales, mientras los guardias permanecen afuera. Tal como ocurre en otras cárceles latinoamericanas.
La mención a Pablo Escobar no es ociosa: cuando en la década de 1980 le declaró la guerra al Estado colombiano, su patrimonio personal superaba a la suma de los principales holdings del país, por lo que bien podría decirse que era el principal empleador colombiano.
El resto es sabido: jueces, políticos, un candidato presidencial, un ministro de Justicia y centenares de policías y civiles componen la lista de una sangría que aún no ha cesado y está muy lejos de hacerlo.El parecido con los sucesos ecuatorianos de la semana pasada es obvio.
Allí está México, también, para anticipar a dónde conducen estos desvíos: a la balcanización de los países, un proceso sin retorno favorecido por políticos que oscilan entre la cobardía y la charlatanería, policías corruptas y justicia timorata e ineficiente.
Y más acá está Rosario, con un gobernador amenazado que ha debido sacar a su familia de la provincia, como en una película policial.
Solo que ya no se trata de ficciones sino de lo que hace rato nos está sucediendo, aun cuando nos empeñemos en suponer que la realidad es eso que le ocurre a otros.