La lógica define como argumento ad hominem (“contra el hombre”) el recurso de descalificar a una persona en vez de criticar sus ideas. Para que se entienda, el insulto, la palabra soez, la injuria suelen usarse cuando alguien, en vez de analizar la propuesta de su interlocutor, prefiere descartarla en función de un supuesto o real atributo de quien la formuló, como si eso bastara para impugnarla.
El fenómeno no es nuevo; lo vivimos periódicamente de la mano de la agenda legislativa, por ejemplo, pero se exacerba en cada campaña electoral. Más en la de este año, en la que un candidato como Javier Milei, por ejemplo, acusa a toda “la casta” política en su conjunto, sin haber presentado ninguna denuncia específica ni pruebas que acrediten sus palabras.
A su vez, el propio Milei recibe todo tipo de insultos y de acusaciones. El oficialismo lo ataca calificándolo de “farsante” y de “ignorante”. Esos adjetivos integran un relato que, cuando se generaliza, incluye a Patricia Bullrich para reflotar el ya clásico esquema de “nosotros o el caos”, ahora formulado en términos de “peronismo o disolución nacional”.
En tanto, desde Juntos por el Cambio se suele caer en generalizaciones descalificantes del kirchnerismo o del peronismo, al estilo “saquémoslos y que no vuelvan más”.
La crispación política, se sabe, se amplifica en las redes sociales. Es difícil establecer si las cuentas que replican cierto contenido corresponden a personas que obran de buena fe o con espíritu militante. Pero la realidad es que, en más de una ocasión, terminan difundiendo noticias falsas, con imágenes manipuladas o sacadas de contexto para generar polémicas, como sucedió hace unos días con un antiguo video en el que se veía a una pareja de actores escrachados en un aeropuerto por el simple hecho de ser simpatizantes del kirchnerismo.
La intolerancia ideológica, los escraches y cualquier otra situación de violencia no pueden ser admitidos. La democracia se desvirtúa cuando entre quienes piensan distinto ya es imposible no sólo el diálogo político, sino su presencia simultánea en cualquier espacio público: un aeropuerto, un restaurante, un teatro, una playa, un medio de transporte, la calle.
La democracia es, en este sentido, deliberación y respeto. Su calidad depende, casualmente, de la calidad de esa deliberación, que debe girar alrededor de ideas, no de personas.
Lo que necesitamos, entonces, no son insultos, sino argumentos que nos permitan reflexionar sobre cuáles son las mejores propuestas para solucionar los problemas del país. Y como cada ciudadano puede hacer una valoración diferente, ninguna debe ser descalificada sin más, sino igualmente debatida.