Demasiado parecidos aun con sus diferencias, los procesos vividos en los últimos tiempos en el extremo sur de Sudamérica son un llamado de atención sobre la fragilidad de las democracias de esta parte del mundo, democracias jóvenes que no acaban de estabilizarse ni de dar respuestas a quienes los esperaban todo de ellas. Y en esa fragilidad radica justamente el peligro que las jaquea desde izquierda y desde derecha, peligros simétricos en su clara intención de establecer democracias tuteladas.
Curiosamente, izquierdas y derechas coinciden en la metodología de sus acciones, al presentarse como opciones salvadoras que promueven el saneamiento del sistema al solo efecto de utilizar sus legítimos mecanismos electorales para obtener una cuota de poder que luego utilizarán para minar a dicho sistema, atacando a todo lo que pueda representar un factor de contralor y equilibrio.
En ese sentido, el Poder Legislativo y la Justicia son las víctimas necesarias de esas operaciones, sin olvidar el trabajo de la prensa, otra institución imprescindible de la vida democrática a la que suelen denostar tanto unos como otros.
Sin duda los sucesos recientes de Brasil, con un expresidente como Jair Bolsonaro que aún no ha reconocido –y que parece dispuesto a no reconocerla nunca– la apretada victoria electoral de Luiz Inácio Lula da Silva y no entrega los atributos de mando a la vez que se ausenta del país mientras sus partidarios asaltan el Congreso y el Tribunal Superior, son el último eslabón de una cadena que ha venido sumando desatinos lamentablemente fundados en sistemas partidarios en crisis de representatividad.
Pero otros acontecimientos no son menos trascendentes dadas sus implicancias para los respectivos países y para la región en general.
El caso peruano, con el fracasado autogolpe de Pedro Castillo, que intentó cerrar el Congreso, y el subsecuente clima de insurrección que ya ha dejado decenas de muertos es otro fotograma de la misma película que en Bolivia tiene al presidente Luis Arce disputando el poder con Evo Morales, mientras encarcela al dirigente cruceño Luis Camacho.
Por cierto, los argentinos no somos la excepción, puesto que nadie podría suponer que la fuerte embestida del gobierno de Alberto Fernández contra la Corte Suprema de Justicia no forma parte del mismo esquema.
Son demasiados ejemplos como para suponer que no están tocando a nuestras puertas. Pero si unos pueden hacer lo que hacen es porque otros no saben hacer lo que deben: en todos los casos, las dirigencias políticas de los países mencionados tienen el mismo pecado de origen, tal como lo es el haber dejado hace tiempo de escuchar a la gente a la que dicen representar.Esa pérdida de legitimidad los ha puesto hace tiempo a espaldas de las demandas de quienes, harto defraudados ya no esperan nada o, peor aún, compran las recetas de los demiurgos de turno que prometen terminar con alguna casta a los efectos de instalar otra casta.
Queda claro que la urgencia es que las fuerzas democráticas despierten para que no seamos devorados por los extremos.