Como se informó recientemente en Los Andes, la Justicia provincial dispuso que las personas detenidas no podrán ya utilizar teléfonos celulares para uso personal. La excepción a dicha norma son las mujeres privadas de la libertad.
Esta resolución pone punto final a una situación especial que arrancó con motivo de la pandemia de coronavirus, en el año 2020, que impedía salidas transitorias y visitas a la cárcel, pero que quedó instalada en el tiempo considerada como un derecho por parte de abogados defensores y organizaciones.
Sin embargo, el tema cobró notoriedad porque se comprobó que muchas acciones delictivas ocurridas en nuestra provincia fueron montadas a partir de contactos atribuidos al uso de dichos dispositivos por parte de los presos. Para ello resultó contundente el diagnóstico del Ministerio Público Fiscal como del Ministerio de Seguridad del Gobierno, que pedían el cumplimiento efectivo de la legislación que prohíbe el uso de teléfonos celulares por parte de los presos.
De ahora en más, unos 4.000 teléfonos celulares dejarán de estar a disposición de los detenidos en sus propias celdas, salvo justificadas excepciones. No se puede hablar de incomunicación, puesto que la ley obliga al Servicio Penitenciario al mantenimiento de un régimen de visitas para los detenidos, como también la instalación de un servicio telefónico por pabellón en una proporción de uno por cada 200 detenidos.
Como señalábamos, son numerosos los casos delictivos que se originan desde los centros penitenciarios por la hábil acción de muchos que allí cumplen sus penas. Con más razón con el valioso aporte que significa tener al alcance de la mano un instrumento de avanzada como el dispositivo móvil.
Evitar la propagación de este tipo de acciones es una obligación de las autoridades a cargo de los institutos de detención, tanto de alcance nacional como de las provincias. Es una problemática que adquiere características especiales si se tiene en cuenta el creciente nivel de delincuencia que genera el narcotráfico, que continúa gestando sus crímenes, amenazas y robos mediante la hábil trama que sus cabecillas presos orquestan detrás de las rejas.
En varias oportunidades nos hemos referido en esta columna a dicho flagelo, tomando en la mayoría de las oportunidades el nefasto ejemplo de la ciudad de Rosario, cuna de la delincuencia narco en el país, que paulatinamente se ha ido trasladando a otros importantes conglomerados urbanos de la Argentina.
Asimismo, corresponderá que las autoridades a cargo de los institutos penales lleven a cabo un periódico y eficaz control, para que se cumpla eficazmente con las normas que impiden el uso de celulares entre los presos, de modo de garantizar el mayor nivel de eficiencia en la aplicación de la medida.
Conforme los preceptos constitucionales vigentes, las cárceles deben garantizar la seguridad y salubridad de quienes allí están cumpliendo sus penas y en ellas se debe fomentar su resocialización conforme los tiempos de detención que determinen los magistrados en virtud de los delitos cometidos. Por lo tanto, todo lo que induzca a seguir delinquiendo desde el propio lugar de detención constituye una clara incompetencia del Estado y una erogación presupuestaria sin sentido.