Nuestro país siempre parece dispuesto a superarse en materia de inflación, emisión monetaria, desempleo y pobreza, endeudamiento y –sin dudas, para mejorar todo lo anterior– presión impositiva. Dato este último que podría ratificarse si el Congreso Nacional avanza sobre la idea de volver a aplicar el Impuesto a las Grandes Fortunas, que en principio iba a ser una contribución por única vez.
El Gobierno nacional ha pulverizado otras marcas anteriores al crear o modificar en unos pocos meses un total de 18 impuestos, apelando a la imaginación para descubrir lo que aún no estaba gravado o al más sencillo recurso de subir alícuotas o prorrogar gravámenes a punto de vencer. Y aun así no alcanza: un Estado famélico, del que casi depende la mitad de la población argentina, sigue sin hallar la manera de crear producción y trabajo. Pero crea nuevos instrumentos para que quienes aún producen y trabajan deban redoblar sus esfuerzos al solo efecto de subsistir. Y no son pocos quienes se cansan y abandonan una lucha del todo despareja.
Todo en la Argentina impulsa a la evasión. Están quienes evaden porque les sale naturalmente y quienes lo hacen porque para estar al día con el fisco lo razonable es cerrar el negocio o la empresa.
Y lo sabe la Administración Federal de Ingresos Públicos (Afip), cuyos inspectores no salen a la busca de evasores, sino que concurren siempre a los mismos lugares registrados y en regla, al solo efecto de hallar el detalle que les permita recaudar un poco más. Y siempre lo logran, mientras la fiesta de casi 40% de evasores continúa, porque saben que nadie se ocupa de ellos.
Quizá lo más notable de este relato absurdo sea que los tributaristas –oficialistas, opositores, catedráticos y hasta titulares de la Afip– no ignoran lo que en la materia se denomina “curva de Laffer”, que ya había sido observado por el sabio árabe Abenjaldún 700 años atrás, y es que la suba de la presión impositiva es inversamente proporcional a la recaudación. O sea que mientras más se ajusta al contribuyente menos se recauda, porque este se esconde o se extingue.
Todos lo saben, pero a nadie le importa, dado que la desesperación de quienes emiten sin fin y gastan sin control los lleva a esa borrachera terminal en la que se sigue consumiendo mucho más de lo que se tiene, en la esperanza de seguir echándoles la culpa a ineficientes y difusas gestiones anteriores. Y de que alguien les crea.
Por el camino se nos habrá quedado el sueño del país pujante y productivo, la potencia que no pudo ser y la ilusión de un gobierno que deje de apostar al fácil recurso del pobrismo para todos, aunque en este último punto deberíamos reconocer resultados concluyentes: 20 millones de pobres y 8 millones de indigentes dicen que ese objetivo ya lo hemos logrado.