Yolanda Amador cuenta que el más pequeño de sus ocho hijos, Josué (4), quiere ser jugador de fútbol y que un día le preguntó a su papá, Urbano Lamas, qué auto le gustaba más, para comprárselo cuando sea grande. A unos metros, sus hermanos siembran los almácigos de cebolla que ganaron cosechando en otra finca. La familia parece haber recuperado algo de paz, unas semanas después de que el 10 de abril el dueño de la propiedad en que trabajaran atropellara a uno de los integrantes con un tractor.
Una de las hijas de la familia Amador-Lamas había estado grabando a escondidas. El video –que sólo muestra un fragmento de la violenta situación- se viralizó y se pudo conocer lo sucedido, generando hasta una manifestación en la puerta de la casa del dueño de la finca y denuncias en la justicia.
Aunque es raro tal extremo de violencia, sí es común que se aprovechen de quienes están en una mayor vulnerabilidad. Tanto Yolanda como Urbano son de nacionalidad boliviana. Ella llegó a la provincia hace 24 años y empezó a trabajar en las chacras, gracias a lo que, con mucho esfuerzo, pudo criar sola a seis hijos. Él vive en Mendoza desde pequeño y se dedicaba al rubro de la carne, pero cambió cuando conoció a Yolanda, formaron una familia y llegaron dos hijos más.
Después del evento del tractor, avanzaron en una obra a medio construir en un pequeño barrio en Las Violetas (Lavalle) y se mudaron. Es una edificación pequeña para diez personas, pero recuperaron algo de tranquilidad. Una persona les dio seis hectáreas para trabajar en Puente de Hierro, cerca de donde vivían antes, y la sembraron con almácigos de cebolla que obtuvieron a cambio de otro trabajo.
También esperan que el proceso civil, por la deuda, se resuelva y reciban lo que el dueño de la otra finca les debe. Pese a todo lo sucedido, no han perdido de vista ese objetivo que los ha impulsado siempre: lograr un futuro mejor para la familia.
Un reclamo de muchos
Es una mañana distinta en la Casa de Gobierno, con una protesta de chacareros y organizaciones por las condiciones de vida y el bajo precio de los productos agrícolas. Allí se encuentra Ricardo, chacarero e hijo de un hombre que ha trabajado toda la vida en la tierra.
Ricardo hace esta labor por porcentaje. Es decir, el patrón le entrega una finca con una vivienda y, a cambio de trabajar la tierra y los cultivos, le paga entre un 20 y el 30% de la producción después de vender la cosecha. “Debe haber muy poquitos que se dediquen a la producción agrícola y tengan un contrato firmado con el porcentaje que pactan”, explica y añade que generalmente los dueños de la propiedad lo evitan, porque no quieren un papel firmado que ayude a reclamar.
La falta de contrato impide saber si van a estar en un lugar determinado por una temporada, un par de años o una década. Y, como no están en blanco, no tienen acceso a obra social ni aportes jubilatorios. Pese a que han trabajado toda su vida no se pueden jubilar, con el agravante de que, al retirarse, muchos no han podido acceder a una vivienda propia.
Ricardo cuenta que la mayoría de las casas en las fincas no cuenta con red de agua potable, por lo que las familias suelen tener una pileta o tanques que llena el municipio. Y tampoco tienen el baño dentro de la edificación principal, sino afuera (y ha conocido algunas que ni siquiera disponían de esta instalación).
En cuanto al maltrato, asegura que siempre ha existido (ya sea físico o verbal) porque el obrero rural es visto como una persona que debe tolerar todo tipo de situaciones, ya que siempre se ha trabajado en el campo y se le hace difícil dedicarse a otra actividad.
Hijo de chacareros
La historia de Luis Gutiérrez no es solo la suya, sino la de su familia. Con ascendencia de Bolivia, a sus 33 años recuerda varias dificultades que atravesó su familia, desde la falta de una vivienda con condiciones adecuadas hasta los tratos de discriminación. “En la chacra se ve muchísima precariedad laboral”, afirma en la puerta de su casa mientras nos recibe con su madre Prudencia.
Primero, él vivenció la precariedad en la inexistencia de baños, que debían improvisar con chapa y caña. A eso, se sumó la falta de contratos escritos y el continuo movimiento familiar: “Mi madre (Prudencia) es hija de bolivianos, era trabajadora golondrina. Yo recuerdo desde que tenía 5 o 4 años que íbamos de un lado para el otro, cada uno de los hijos nacimos en un departamento distinto”.
Mientras crecía, a Gutiérrez le tocó más de una vez escuchar discriminaciones por su origen o que les acusaran de vivir de planes sociales, cuando se empeñaban en trabajar la tierra a pesar del frío intenso del invierno o del agobiante calor del verano.
La precariedad se notaba también en el maltrato de varios “patrones”, que “te tenían como esclavo, no te dejaban descansar muchas veces” y les recordaban a menudo la posibilidad/amenaza de echarlos. Otro punto es el pago de las cosechas, sin saber a cuánto se vendía y debiendo “confiar” en el patrón, que a su vez puede demorar dos o tres meses en pagar.
En un momento, Gutiérrez baja la voz y mira a un costado. “¿Viste lo de la familia Lamas? Había un amigo mío que también tuvo un problema así. Que fue a cobrar y el patrón no le quiso aceptar el precio, y dice que el patrón le puso un arma en la cabeza. Esas cosas así, viste, no sé…. A mí me sorprendió, no sabía que se había ido eso”, narra. Para Gutiérrez, es necesario que los chacareros trabajen en conjunto y no se naturalice el maltrato, para que estas cosas no sigan ocurriendo.
Para denuncias, se puede llamar a los teléfonos 145 (trata de personas con fines de explotación laboral) y 0800 666 4100 (ministerio de trabajo de la nación). Para coordinar acciones de capacitación y prevención se puede escribir a at-mendoza@trabajo.gob.ar
*Producción periodística: Sandra Conte, Soledad González y Mauricio Manini
*Fotografía y videos: Ignacio Blanco - Claudio Gutiérrez