Esta película comienza con otra película: es una mañana de sábado de 2002 y el padrastro, después de caminar cuarenta y cinco cuadras entre ida y vuelta, entra a la casa de la manzana 30 con una sorpresa: un VHS de "8 Millas", el filme de Eminem, el rapero norteamericano. El plan, para los integrantes de una vivienda de tres ambientes del complejo de monoblocks Don Orione en Claypole, Gran Buenos Aires, es un lujo.
Más que nada para los niños, que nunca tuvieron juguetes y se criaron jugando a que sus papelitos eran superhéroes que peleaban entre sí.
Dieciséis años después, en el Luna Park, y ante seis mil personas, uno de esos tres nenes sube al escenario. Es uno de los finalistas de la competencia de freestyle más importante del país, la Red Bull Batalla de los Gallos. Está en su película. En la misma película que vio aquella mañana en Don Orione, donde conoció los duelos de rap. Lo único que cambia es el lugar: Buenos Aires por Detroit.
En la semana, se gana la vida haciendo lo mismo en vagones de trenes y subtes. Su participación comienza: "Manos arriba del Luna Park/ yo entro de nuevo/ me planto sabés, me cebo/ Qué pasa hermano/ hoy me prendo fuego/ soy del barrio del ghetto/ y tengo el doble de huevos...". Y termina así: "... Hagas lo que hagas me voy a la internacional/ mirá hermano, un cristiano se va para la mundial". Su rival, rosarino, se había referido a su religión. "Quiero las manos arriba de todo el que sea ateo", pidió. Para seguir: "Si no te creen ellos/ yo menos...".
Cuando la conductora los ubica uno al lado del otro con ella en el medio, como si fuera una jueza de boxeo, Dozer –de él se trata– cierra los ojos, levanta su cabeza y mira hacia al techo. Balbucea algo, como si estuviera rezando. Levanta la mano derecha y lo mismo, apunta hacia el cielo. El jurado dice que es el ganador. El público grita "Dozer, Dozer, Dozer". Y Dozer, después de años de llorar de tristeza, en soledad, llora, pero de emoción, ante la gente.
Las películas de finales felices siempre tienen nudos difíciles. Matías Varela, o Dozer (26), dice que encontró en la Iglesia lo que había buscado en sus docentes, en su familia, en sus amigos... Y que esa fe se terminaría volviendo una forma de vida. Por eso, hoy, la mitad de sus presentaciones son en templos cristianos.
Feligrés
En la casa de los Varela siempre hubo al menos un fiel de la iglesia cristiana. En la de sus tíos y abuelos, que vivían en otras manzanas de Don Orione, también. Se encontraban los domingos, en uno de los templos del barrio. Dozer, que todavía no era Dozer, empezó a ir a sus 14 años. Mejor dicho, lo empezaron a llevar, junto a su hermano mayor. Como seguían flasheando con aquella película que reflejaba el rap y las batallas de freestyle en las calles de Detroit, andaban de gorrita para atrás, pañuelos y ropa ancha.
Los otros fieles lo señalaban como "pecadores". Nadie se vestía así. Los ex ladrones y adictos del barrio que concurrían al culto se empilchaban de traje y corbata. Ese tipo de look –se suponía–reflejaba una "buena vida".
El hermano de Matías se animó a algo que él quería pero su personalidad no le dejaba.
Encaró al pastor y le propuso hacer un show de rap. Como no le prestó atención, lo carajearon. Y uno de esos domingos terminaron haciendo lo que hacían en el barrio.
Aunque en el contexto de un culto cristiano. Se subieron al escenario, y ante más de cien personas, entonaron "La droga y el sida", una reconocida canción del ambiente.
Hasta ese momento, los hermanos Varela no tenían un público. Les había pasado de ponerse a rapear bajo un árbol del barrio y que el transa que vendía droga a pocos metros de allí los echara por las llamadas de los vecinos a la Policía quejándose de ruidos molestos. Los pibes que fumaban en los banquitos o en las ranchadas les gritaban, ridiculizándolos. El barrio los veía como a loquitos. "¿Qué hacés mago man?", le decían a Matías, por su vestimenta. Lo veían como un experimento. El no se animaba a responderles. Pero por dentro sufría.
El cielo puede esperar
Tampoco se animó a pedir otra oportunidad en el escenario de la iglesia. Creía que era Dios el que debía generar eso. Que no tenían que buscarlo, que lo mejor era esperar el poder de Dios en los pastores, para que los convocaran. Así, cada tanto, les daban la oportunidad. Pero la bola se fue corriendo. Y con los domingos, por los comentarios de los fieles, los empezaron a invitar de otras iglesias. Fueron a Solano, a Burzaco, a Florencio Varela, a Longchamps.
"Hoy es el referente de las iglesias cristianas por más que la gran mayoría tenga su propio grupito de rap", dice Pablo Quiroga, su representante, quien recibe, semanalmente, tres o cuatro propuestas de contrataciones para cultos. Dozer recorrió el país, de punta a punta, haciendo presentaciones en templos. Sin su hermano, que dejó la música.
Ahora es un jueves en el patio de comidas de un hipermercado de Villa Pueyrredón (su nuevo barrio) y Dozer habla cuando puede. El poder o no poder hacerlo está sujeto a los jóvenes que se acercan a pedirle fotos. A todos les saca charla: ¿cómo están? ¿cómo se llaman? ¿son de por acá cerca? ¿vieron que mañana voy a sacar el récord de palabras en una canción? ¿Si pueden me etiquetan en Instagram?
“Muchas veces los pastores te llaman para llenar los asientos de la iglesia –dice–. Por lo general, me piden que cante y que hable sobre la temática del evento, que pueden ser ‘no a las drogas’, ‘no pierdas tu tiempo’. Suele pasar que termino mi show y la iglesia queda vacía. Los jóvenes se van o se acercan a pedirme fotos y el pastor pide que se queden un rato más a escucharlo.”
Ganar la competencia nacional de Red Bull le permitió participar de la competencia internacional, en la que fue eliminado en octavos de final por el español Arkano. Luego del título local, decidió dejar de ir a improvisar a los trenes. Su lógica fue: "Si quiero algo nuevo, tengo que soltar lo viejo".
“Estar cinco horas rapeando en el tren me ayudó a ser constante –dice–. Antes me pasaba que no me salía una letra y la dejaba. Hoy no. Escribo y escribo y no paro hasta terminarla. Pero lo que quiero contarle el día de mañana a mi hijo o hija es que gané la Red Bull después de 13 años de trabajo. Que lo hice después de rapear con hambre, con miedo por los vendedores y chanchos que me querían echar del tren. Que nunca me cansé de intentarlo y que en ese proceso encontré mi forma de vida. Esa cultura no me permitió descansar ni rendirme. Cuando trabajás para tus sueños, al principio vas a perder más de lo que ganás.”
Lo viejo es el tren. Lo nuevo, las canciones que está grabando, los boliches donde se presenta, la línea de ropa que acaba de sacar. Dozer habla de reinventarse: "Crecí en un barrio en el que la gente cree que es imposible que le vaya bien en algo. Haber salido de acá es demostrar que se puede. Y para los pibes es una esperanza. Quería hacer lo que nadie hizo. Y le pedí a Dios ser inspirador para los jóvenes. Porque hay tanta gente que llama la atención para decir pavadas... Quisiera llamar la atención para dar un mensaje interesante".
El objetivo es hacer canciones comerciales con buenas consignas, sin dejar las batallas de freestyle ni las presentaciones. Aunque enfocándose más en boliches que en iglesias.
“Es que en las discotecas no hay un mensaje cristiano”, cierra. Sabe que puede ser algo difícil. “Pero también era difícil vivir de la música, ganar la Red Bull y tantas cosas más que logré.”