Toda la travesía de Isak Borg (Victor Sjöström) en Cuando huye el día (Smultronstället, 1957) parece la escenificación del arrepentimiento.
El viejo médico que viaja a desgano a recibir un doctorado honoris causa le sirve a Ingmar Bergman para mostrar cómo, en la etapa final de la vida, un hombre se descubre lleno de evocaciones, de pasado y, sobre todo, de errores irredimibles. Soñar, entonces, es el bálsamo para el dolor.
Sólo a través del sueño Isak puede rehacer las cosas. Pero en la vigilia, el arrepentimiento persiste.
Para el cristianismo el arrepentimiento es una virtud. Así se deja ver en textos evangélicos y no por nada, estimo, la bella película del ateo Bergman fue elegida por el Vaticano como una de las mejores 45 del primer siglo del cine.
Sin embargo, no hay nada menos virtuoso, más degradante y miserable que el arrepentimiento. Esa es la enseñanza que muchos otros pensadores han dejado asentadas, aunque ninguno tan bien como Baruch de Spinoza, el filósofo judío nacido hace 385 años en Holanda, y por cuyas venas corría sangre de portugueses y de hispanos.
Tal es su magnitud como pensador que su sombra empequeñece a muchos otros. Fernando Savater supo dejar escrito que “si por azar no debiera quedar memoria más que de un filósofo en el mundo, yo votaría por Spinoza”.
En su Ética demostrada según el orden geométrico, la magistral obra póstuma de Spinoza, el pulidor de lentes de Ámsterdam elabora un sistema filosófico de tal magnitud y, además, de tal belleza poética (“todo lo excelso es tan difícil como raro”), que aún fascina y ejerce influencia en nuestras visiones del mundo.
Ese libro no es otra cosa que un mapa, “el mapa de Aquel que es todas sus estrellas”, al decir de Borges. Un dibujo preñado de racionalismo que se dedica, primero, a trazar los contornos de “Dios” (sin nada de religioso: Dios como sinónimo de “realidad”), para luego avanzar por su funcionamiento hasta arribar a lo que anticipa el título: las virtudes éticas.
Si lo que impulsa a todo hombre es el deseo por “perseverar en su ser”, entonces esas virtudes serán la firmeza y la generosidad. “La firmeza es la aplicación de la fortaleza a uno mismo o al grupo; después vendrá la generosidad, cuando la fortaleza se aplique a los demás individuos o grupos”, explica Gustavo Bueno.
Entre esas virtudes si hay algo que no tiene, no puede tener lugar, es el arrepentimiento. La explicación es sencilla: ningún hombre debe actuar fuera de la razón, y si sigue ese precepto, no hay acto del que pueda arrepentirse sin que al mismo tiempo se deba disolver como hombre.
Errores pueden cometerse, claro que sí. Pero, al advertirse como tales, deben reincorporarse al recorrido vital y aprender de ellos.
Quizá haya que leer, como quien lo oye, al propio Spinoza para cerrar esta diatriba contra el arrepentimiento: “El arrepentimiento no es virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente miserable o impotente”.