Dos meses de jazz y paisajes urbanos

Dos meses de jazz y paisajes urbanos
Dos meses de jazz y paisajes urbanos

He tenido la suerte de hacer varios viajes  a sitios lejanos. En el país he tocado en muchas ciudades. También conocí Brasil, Chile, Paraguay entre otros países. Sin embargo atesoro un viaje en particular, el que me llevó a vivir dos meses en Barcelona.

Recuerdo perfecto la fecha de mi desembarco: a las 14 del 29 de enero de 2000.

Lo primero que cualquier visitante reconoce, como yo aquel día, es el frío del invierno que cala los huesos. El sol se venía como torcido hacia el horizonte, como si fuera el ocaso. Era una Polaroid, un adelanto de los pocos días despejados que experimenté en toda la estadía.

¿El motivo del viaje? Un amigo estaba allá. Era sonidista de una orquesta de baile y justo el baterista abandonó la agrupación y eso me permitió la posibilidad de remplazarlo. Y yo me arriesgué.

Tuve la suerte además que mi residencia cruzaba las calles Llorens y Barba, a cuatro cuadras de la diagonal que desemboca en la iconográfica Sagrada Familia.

Era la primera vez que veía tanta variedad humana conviviendo en una misma ciudad, tantos pasillos y recovecos, tanta arquitectura maravillosa, tanto arte. Me resultó muy confortable de Barcelona que es una ciudad intermedia de tamaño. No era ni el monstruo que es Buenos Aires, ni tampoco Mendoza. Su espacio urbano era ideal para caminarla a morir. Por otro lado, si no había tiempo o ganas de caminar,  la red de subtes, un servicio que realmente te brinda muchas posibilidades de cruzar en múltiples direcciones por la ciudad, fue la solución.

Los músicos barceloneses trabajan mucho en las orquestas bailables en docenas de clubes del tipo social, donde se arma una ronda, con cantinas y salones muy pintorescos.

En mi caso, la banda que integré por entonces en general tocaba los fines de semana, algunas veces fuera, en Zaragoza, Huesca, Sitges, lo que me permitía tener varias noches libres durante la semana.

Las aproveché recorriendo los circuitos estables de jazz. Allá es un género muy arraigado a la movida nocturna. Las jam session eran prácticamente geniales y uno podía aprender con tan sólo mirar cómo tocaban. El nivel de talento era muy alto, mejorado además por la rotación de músicos que de por sí había en la ciudad, lo que permitía renovar los estilos y las influencias.

Más allá de estas reuniones, de todas maneras se podían tomar clases cerca del Mercat de Sant Antoni y en el Foro, cerca del Arc del Triomf, en el Passeig de Lluís Companys, entre los lugares que conocí.

Entre tantos edificios que me impresionaron, me quedó el recuerdo de caminar junto a uno de los paredones de la muy antigua catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia, de la plaça de Sant Jaume (el edificio gótico construido entre los siglos XIII a XV). Aquel muro era de los tiempos romanos. Tenía una textura de piedra gastada por el peso de los siglos. Por la historia.

No obstante, el sueño se terminó. El contrato que la orquesta me había prometido para alargar mi estadía no se pudo concretar, por lo que no tuve otra opción que volverme al país. Fue el final de un viaje, no tan anunciado, de dos meses divinos.

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