En 1912, Argentina pareció que comenzaba a sintetizarse con la ley Saenz Peña. A superar definitivamente las grietas del siglo XIX. La república liberal consolidada sumaba a su proyecto la democracia. En 1916 tuvo su prueba de fuego. Y no la superó. La grieta comenzó nuevamente a abrirse con nuevos actores, pero que repetían la misma película.
En 1930 se dividieron civiles y militares. Y comenzó la partición irreconciliable entre los defensores de la república liberal versus los defensores de la democracia popular. En el medio pulularon opciones intermedias, pero a la larga todas resultaron absorbidas por los dos extremos.
Si en 1983 de algún modo superamos la grieta entre civiles y militares, la de 1945 aún dista de clausurarse. Una división que 1955 profundizó. Si en 1945 se buscó excluir a una parte, en 1955 se buscó excluir a la otra. Pero ninguna pudo ganar, por eso entre el 55 y el 73 el empate entre un peronismo prohibido y los militares devenidos partido político hegemónico impidió la gobernabilidad, como le pasó a Frondizi e Illia, dos intentos fallidos de terminar con la grieta.
Civiles versus militares. Peronistas versus antiperonistas. Todo lo que se colocaba en el medio era arrasado por los dos torrentes.
En 1973 se acabó la proscripción del peronismo por parte de los militares, a la vez que peronistas y antiperonistas se reconciliaron. Pareció que un país mejor sería posible pero inesperadamente todas las divisiones más profundas acumuladas a lo largo del siglo se introdujeron de modo brutal en el peronismo triufante, impidiendo cualquier síntesis o reconciliación. Llevando la violencia a niveles jamás vistos hasta entonces en el siglo XX. Luego los militares culminaron la masacre.
En 1983 nos encontramos con otra oportunidad. La de acabar con ese país inviable donde el liberalismo se identificó con las dictaduras y la democracia con el populismo.
Ese país donde los liberales querían república sin democracia porque decían creer en las instituciones pero no en el pueblo. Y donde los populistas consideraban muy superior a la democracia de fondo por sobre la de forma porque veían una brecha insalvable entre lo que votaba el pueblo y las instituciones que suponían habían sido hechas en contra del pueblo, incluso la Constitución. Hasta que Alfonsín la recuperó para el seno del pueblo, en contra del “pacto sindical militar”. El radicalismo intentó ver si era posible gobernar la Argentina sin ser peronista y sin ser militar, pero donde también cupieran peronistas y militares. Varios intentos de golpe de Estado militares e innumerables huelgas generales sindicales acabaron con la nueva ilusión.
Aún así, la democracia intentó algunas síntesis. Alfonsín quiso crear algo nuevo entre la UCR y el peronismo renovado. Menem buscó superar la grieta que dividía al peronismo del liberalismo.
Sin embargo, la crisis de 2001/2 acabó con esos intentos. Surgiendo otra grieta en cierto modo peor porque se la estimuló desde el poder, por las más diversas razones; ideológicas desde una facción que las hizo renacer o electorales desde otra facción que las intentó aprovechar.
Y así estamos hoy, en medio de un proceso electoral en un solo país con dos almas en pugna. Donde ambos lados dicen que no se trata de una opción entre dos partidos, sino entre dos proyectos de país, excluyentes entre sí. Por lo cual, o gana el bien o gana el mal. Gane quien gane, gana el bien para una mitad y el mal para la otra. Así se hace muy difícil construir algo para todos.
El "consenso" busca el mayor acuerdo político posible entre diferentes que se aceptan como tales.
El "unanimismo" busca que todos sean lo mismo, por lo cual no queda más que la exclusión del diferente.
La "parte" acepta la existencia e incluso la legitimidad (la posibilidad de que tengan razón) de las otras partes.
La "facción" quiere exterminar a las otras facciones. No acepta ni su existencia ni su legitimidad.
En general, hasta la fecha la Argentina ha sido hegemonizada por dos poderes facciosos y unanimistas que están obligados a convivir porque ninguno tiene la suficiente fuerza para excluir al otro, pero que aún así no aceptan vivir juntos. Con lo cual terminan sobreviviendo los dos pero a costa de un país sin destino porque el empate entre los que se ven como enemigos impide cualquier tipo de progreso general, para todos.
Si uno no puede acabar con el otro e imponer su dirección, la solución alternativa sería la síntesis, pero cuando la intentamos no sabemos hacerla al sumar lo peor de una y otra facción por lo que la síntesis fracasa al no poder hacer surgir nada nuevo.
Cansados, los dos bandos caen en el irracionalismo cuando lo único que los unifica son dos consignas (negativas). La primera: que quien vota la facción contraria a la mía es porque está loco. La segunda, complementaria: que se vota mal porque el país y su pueblo son un país y un pueblo de mierda. O sea, el otro está loco y por eso vota por lo otro y ante la imposibilidad de acabar con lo otro, no queda más que aceptar que vivimos en un país que no nos merece.
Y este es el verdadero y dramático empate: cada uno piensa exactamente igual (mal) de cada otro. No se trata del equivocado, ni del que opina distinto, sino del que se volvió loco, que piensa lo que no se puede pensar. Y a que este país está conformado en su mayoría (cuando no gana mi parte) por infradotados. Ya sea por ignorancia o por alienación. Porque nos estupidizan los demagogos según los liberales o los medios de comunicación según los populistas.
Siempre hay quienes intentan salir de esta hegemonía de extremos enemigos, pero casi siempre terminan siendo el jamón de un sandwich sin jamón. Como en esta ocasión cuando los extremos se chuparon a todos los centristas hasta casi hacerlos desaparecer pese a que, se suponía, representaban cuando menos la tercera parte del electorado.
O sea, no todos quieren la grieta pero la grieta es tan poderosa que lo absorbe todo. Además no se trata sólo de no querer la grieta, sino de saber acabar con ella. Y los centristas actuales desarrollaron una estrategia de corto vuelo. La de: “Ni los unos ni los otros, nosotros”. En vez de animarse a la más superadora de: “Los unos, los otros y nosotros”. Ponerse por encima de la grieta en vez de querer mediar suponiendo ser mejores solamente por no ser ni unos ni otros. No por mérito propio, sino por deméritos ajenos.
En síntesis, es muy difícil poder hacer algo positivo cuando se convive en el odio sin posibilidad de dejar de convivir y sin posibilidad de dejar de odiar. Sólo con el fin de ese empate entre dos negatividades hay alguna esperanza de acabar con el mal argentino. Unificar a las dos almas en una sola. Esa es la verdadera misión imposible argentina, de la que al parecer nadie en particular tiene la respuesta. Pero de cuya superación depende la posibilidad de ser un país de verdad. Ethan Hunt, el héroe encarnado por Tom Cruise ya va por su sexta misión imposible. Y las viene ganando todas. A nosotros nos alcanzaría solo con ganar una.