Doña Eulogia Leguizamón no ha tenido una vida fácil y tal vez por eso mismo, de acostumbrada a las penurias, uno no la escucha quejarse y mientras hace memoria y recuerda algunas anécdotas, solo sonríe y ceba mate. Tiene cien años, los ha cumplido hace unas pocas semanas y lo festejó sencillo, con una comida simple y la compañía de dos de sus hijos.
Nació en San Rafael pero ya se sabe, el tiempo opaca las cosas y mientras más atrás se busca en la memoria, más difícil resulta distinguir lo que se ha vivido de lo que se ha soñado y así, doña Eulogia recuerda poco de esos primeros años, casi como si le hubiesen pasado a otro.
Más tarde se fue a vivir al este mendocino donde conoció a un paceño de nombre Felipe, con el que se casó y tuvo seis hijos, cuatro de ellos varones. Felipe era cortador de ladrillos, un trabajo áspero que suele endurecer el carácter junto con la misma arcilla: "Era un compañero difícil mi marido", cuenta Eulogia y de tan así que era, un día el hombre decidió irse por su cuenta y la dejó sola para que se las arregle con media docena de hijos: "Él tomaba mucho y el problema lo tenía con el vino", dice la mujer y no agrega mucho más, solamente que murió un tiempo después y que ella nunca volvió a hacer pareja: "Me arremangué para criar a los niños".
Jesús es uno de los hijos varones de doña Eulogia, el mayor y el que de pibe tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su madre a criar a sus hermanos. Jesús hoy tiene 73 años y vivió desde siempre con su madre y desde hace años, "los dos solitos", como él mismo explica: "Mis hermanos se casaron e hicieron su familia. Yo me quedé con la mamá", cuenta sentado junto a ella.
Eulogia y su hijo viven en Junín, a unas pocas cuadras de la comuna y en una pequeña vivienda que alquilan al fondo de un pasillo donde hay otras tres casas y una cuarta en construcción. Llevan allí solo unos pocos meses y Jesús anda buscando otra cosa, algo más barato: "Pagamos mucho de alquiler y apenas nos alcanza; para colmo, yo ya no puedo trabajar porque tengo un pulmón embromado", explica el hombre.
Es la primera vez que Eulogia vive en una ciudad porque siempre estuvo entre viñas o campo adentro y para criar a sus hijos, tuvo que hacer de todo un poco, incluso mudarse cada dos por tres, detrás de algún contrato de viña que le asegurara unos pesos.
Así entonces y por temporadas vivió en Philipps y en Alto Verde, en Montecaseros y también en Buen Orden: "Sí, claro que he cosechado y durante muchos veranos seguidos; conozco todas las labores de una viña", cuenta la mujer, que también ha sabido lo que es cortar totora a la orilla del río Tunuyán, cuando vivían por La Libertad, en Rivadavia; un trabajo que se hace en invierno, con un frío húmedo que cala los huesos para siempre, para todo el viaje.
"Lo que viví, todo ese dolor, ya pasó", dice con pausa, como eligiendo cada palabra y ofrece unas galletitas de agua. "Disculpe, pero hace tiempo que me estoy quedando sorda", justifica cuando una pregunta tiene que ser repetida más fuerte y de más cerca; también le duele "un poco" la pierna, aunque asegura, "estoy mejorando". La verdad es que esos dolores la tienen recluida en la casa porque se le hace difícil sortear un escalón grande que lleva al patio.
De todos modos, hace algunos días que la vio el médico y la encontró bien para contar cien años de edad: "No me quejo, estoy bien de salud y a esta altura, esperando que Dios se acuerde, aunque no tengo apuro", sonríe y ofrece otro mate, el último de la pava.