Don Francisco y la edad de mis estampillas

Don Francisco y la edad de mis estampillas
Don Francisco y la edad de mis estampillas

De pequeño, imaginemos que todavía en los años de la escuela primaria, coleccionaba sellos postales, un pasatiempo común por entonces, al punto que gente de distinta edad solíamos vernos algunas mañanas de sábados en el bar de Casa Italia, en San Martín. Éramos un pequeño grupo pero con el mismo gusto y allí mostrábamos nuestras colecciones, canjeábamos sellos y compartíamos algo de información.

Y así mientras algunos juntaban estampillas sin mayor preferencia, otros se inclinaban por las de un país o un asunto en particular, la fauna por ejemplo. Yo guardaba todo tipo de ejemplares pero solo atesoraba los sellos que contenían la imagen de otro sello, una temática inusual con la que los correos suelen homenajear a una estampilla en particular.

Con esfuerzo y paciencia (hoy internet ha vuelto todo dramáticamente accesible) llegué a reunir algo más de treinta de esas curiosas estampillas provenientes de casi tantos países, y lo que más llamaba mi atención era esa carambola de tener un sello en la mano y observar dos.

El arte (solo que la filatelia también lo es) ofrece ese tipo de regalos: cuadros que ocurren dentro de otras pinturas, como en La habitación en Harles, de Van Gogh o en Las Meninas, de Velázquez; también hay películas que homenajean a otras, como acabamos de ver en La forma del agua, la premiada cinta de Guillermo del Toro, donde la protagonista vive sobre un cine que proyecta La historia de Ruth, el drama bíblico rodado en los 60.

Y la literatura crea sus propias muñecas rusas: leer a un autor para enterarnos lo que sostiene otro. Y fue así como a través de Fabián Casas descubrí lo que dice Mercedes Halfon en su libro El trabajo de los ojos, cuando recuerda que “en toda casa hay cosas que se pierden para siempre. Estuvieron con nosotros y después no. Lápices negros, una media, hebillas del pelo, encendedores, paraguas, llaves…”. La idea me sonó a poesía y la recuerdo textual.

Y nos pasa a todos y a los despistados todo el tiempo, eso de perder cosas, aunque no sea para siempre, aunque solo nos cambie el humor por un rato. Sobre este asunto, el Wall Street Journal dice que perdemos hasta nueve objetos cada día y que pasamos 15 minutos buscándolos, y desde Cantabria viene la costumbre de convocar a un duende llamado zahorí, uno de los pocos que no se divierte asustando a la gente, para que nos ayude a encontrar eso que se ha extraviado, aunque claro, a condición de que lo que se busca no haya sido robado.

Pero así como están las cosas que perdemos está todo eso que tiramos, lo que hasta ayer tuvo un valor y que hoy mismo olvidamos en un cesto junto con la basura; salvo que no haya basura y que lo que para unos no tiene interés, otros rescatan de un tacho.

Don Francisco fue uno de esos pescadores urbanos que hunden su caña en un contenedor para sacar lo que todavía tiene valor. Vivió en Junín y recorría las calles del pueblo tirando de un carro de ruedas flacas, siempre a punto de salirse. Casi todos lo vieron ir y venir y tal vez eso haya sido lo único que hizo en la vida, tirar de un carro cargado de cartones y botellas.

Tomó por casa una construcción que siempre estuvo a medio terminar y la llenó con sus cosas y con sus perros fieles. Fue un linyera y pese a la desventura, también fue un hombre de buenos modales.

Y después de una vida al costado de la vida, don Francisco murió hace poco en el hospital Perrupato, aquejado no tanto por los años como por los rigores de la intemperie. A los días, la comuna entró a la que fue como su casa y sacó a la calle una camionada de cosas que sin la atención de nadie, volvió a ser solo una montaña de basura.

Pasé por allí justo a esa hora de la limpieza y me llamaron la atención tres o cuatro cosas: unos libros torcidos por el sol, un portarretratos con la imagen de unas flores, un cuaderno garabateado con una letra mínima e indescifrable y también un pequeño álbum que enseguida reconocí por la tapa. Yo había tenido uno parecido, lo tomé con la curiosidad del pibe que fui y lo abrí detrás de mis estampillas. Pero claro, sus páginas sucias no eran las mías y apenas si guardaban unos pocos sellos manchados y mal conservados. Y de pronto, parado allí, recordé que los años pasan y con nostalgia, vi lo lejos que va quedando la infancia y mi propio álbum.

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