Desde primeras horas de ayer, los peregrinos, algunos refugiados en los soportales para huir de la lluvia, llegan a la catedral de Santiago de Compostela, en la emblemática plaza del Obradoiro. Pero a pesar de las apariencias, no es un domingo cualquiera.
También como cada domingo, Marlén de Francisco, de 70 años, en su pequeña tienda de escapularios, figuras y recuerdos de todo tipo dedicadas al apóstol, se prepara para la jornada de trabajo.
La ciudad está en duelo desde que el miércoles por la noche un tren descarriló a pocos kilómetros de la estación de Santiago --centro mundial de peregrinación a la que cada año afluyen decenas de miles de personas de todo el mundo--, provocando la muerte de al menos 79 personas.
“La gente estaba tristísima, el primer día (el miércoles por la noche) esto parecía un pueblo fantasma, no había nadie. Se está notando mucho el impacto”, explica esta compostelana de sonrisa contagiosa que lleva más de 40 años vendiendo escapularios, estatuillas, bastones de peregrino y por supuesto paraguas, en una ciudad que tiene fama de tener lluvia todo el año.
Bajo una apariencia de normalidad, con el tráfico habitual de peregrinos que entran y salen de la catedral donde los sacerdotes celebran confesiones en todas las lenguas, Santiago es en realidad una ciudad en duelo en la que casi todos conocen a alguien que fue víctima del accidente.
“La gente se pone a rezar. Es mucha tragedia. Todo el día me piden hojas -y enseña un pequeño bloc de notas casi terminado-para escribir mensajes y ponerlos en la reja", frente a la fachada de la catedral, convertida en un altar improvisado donde la gente escribe mensajes y pone velas y flores en recuerdo de las víctimas.