Hay obras de altísima calidad que por su naturaleza permanecen años impermeables al reconocimiento. A la de Peter Handke -que acumuló premios desde los años '60 y hasta los recientes Ibsen y Nestroy- le llegó finalmente la eufórica y fatídica hora del Nobel. Sus previos picos de celebridad habían llegado a fines de los '80 con su participación como guionista en "Las alas del deseo" de Wim Wenders y su adhesión al líder y criminal de guerra serbio Milosevic, ratificada al presentarse en su funeral, acontecimientos que desvió la atención de su literatura.
A la emoción estética podría comparársela, como lo hizo Desmond MacCarthy, con el reflejo de la luz en el ala de una mariposa. "Cada generación", decía, "sostiene la mariposa a la luz en un ángulo levemente distinto". Peter Handke ha sobrevivido a varias generaciones de lectores y críticos, a sus alabanzas y silbatinas. Transmite la impresión de que mientras pueda seguir caminando va a seguir escribiendo, dos ejercicios casi indivisibles en su día.
Las de Handke son novelas de caminante, de desterrado voluntario. Basta con leer "Carta breve para un largo adiós" (editado en español por Edhasa), "Lento regreso", "El año que pasé en la bahía de nadie" o el más reciente "La pérdida de la imagen". Es literatura de viajes y meditaciones de una especie inclasificable. Se trata de relatos que se cruzan literalmente en el camino, ya sea porque comparten geografías o porque ciertos personajes retornan bajo otra apariencia.
En los libros de Handke las figuras van de un lugar a otro como en una fábula, a centímetros del suelo. Igual que sus narradores, están en suspenso, en transición, entre una cosa y otra. Se los ve siempre en marcha, acaso como mensajeros entre los verdaderos protagonistas de sus libros: la narración y el lector. Handke cree en el relato a un nivel inaudito, de siglos pasados, de minoría de edad: "Todas mis narraciones pretenden que la narración misma aparezca como heroína... se convierta en un juego, se disuelva, como si el narrador fuera el gran juego". Y habla del lector no como de un cliente o consignatario sino como de un rey: "No me represento al lector mientras escribo; lo incluyo en el movimiento mismo de la escritura".
Lo dicho, Handke es un sobreviviente. En primer lugar de su precocidad -publicó su primera novela a los 24 años y estrenó su extraordinaria pieza teatral "Kaspar" a los 27-, pero también un sobreviviente del indeciso croar de la recepción crítica, de sucesivas relaciones amorosas, de innumerables viajes a pie por cuatro continentes, de intensas incursiones en el cine, y de la polémica por Serbia que le ganaría la espalda de lo más envenenado del periodismo.
Si sus inicios y estos últimos años han sido revoltosos, es porque Handke llama la atención sobre sí mismo para desviarla hacia otra cosa: "En el crepúsculo la silueta de un pájaro delante de la ventana, como un cuento que no quisiera ser estorbado".
Como los leones de los bestiarios medievales que borraban sus huellas con la cola, se hace difícil seguirle el rastro a Handke.
En los últimos tiempos se editaron un libro de correspondencia con Hermann Lenz, un libro de diálogos con Peter Hamm, un cuaderno de notas, un volumen de poemas completos, los ensayos de "Lento en la sombra" y "Contra el sueño profundo", un bellísimo libro de anotaciones entre la vigilia y el sueño.
"No hay que volverse un maestro cuando se escribe, hay que buscar siempre", suelta Handke. Cómo no honrar a quien alienta con su obra una de las más bellas y fatales traiciones que se puedan cometer contra sí mismo: el lector que se convierte en escritor. Su inspirada definición lo resume todo: "Lectura: sésamo en el pecho, ábrete".