La discreta humildad del Papa

El autor de esta nota, columnista de The New York Times, la comienza con las siguientes clarificadoras palabras: “Ya era hora. El jefe de la Iglesia Católica sondeó a los arrogantes regañones en sus filas, observó su fijación en los asuntos de moral sexua

La discreta humildad del Papa
La discreta humildad del Papa

Pero no fueron los detalles del innovador mensaje del papa Francisco, transmitido en una entrevista publicada hace un par de semanas, lo que me dejó sin aliento, renovó las esperanzas de muchos católicos desilusionados e hizo que los comentaristas avezados alzaran la vista.

Fue la dulzura de su tono, la mansedumbre de su postura. Fue la revelación de que un hombre puede llevar la mitra más pesada sin que la cabeza se le llene de humo por eso, de que puede ocupar un cargo al que suele atribuirse el término "infalible" sin que por ello olvide sus defectos.

En su entrevista, Francisco se llamó ingenuo, manifestó su preocupación por haberse precipitado en el pasado y dejó en claro que el rebaño tiene tanta sabiduría como los pastores. En lugar de ordenar que la gente lo siga, más bien la invitó a participar con él. Y lo hizo suavemente, con palabras que fueron casi un susurro.

¡Vaya retrato de modestia tan sorprendente en una Iglesia que había perdido el contacto con esa virtud!

¡Y qué refrescante ejemplo de humildad en un mundo en el que escasea tanto.

Eso es con lo que yo me quedo de su mensaje, no la rama de olivo que les tendió a los homosexuales ni la forma en que hizo a un lado las guerras por los anticonceptivos, sino con su encarnación de una virtud cuyo déficit en la vida estadounidense me pegó de lleno cuando la detecté en sus palabras que me desarmaron. Al leer y luego releer la entrevista me sentí como un observador de aves que de pronto se topa con un dodo.

Difícilmente sería yo el primero en señalar la visible humildad del Papa o el hecho de que ésta vaya más allá de su preferencia por atuendos simples en lugar de la majestuosa ropa, por un Ford Focus en lugar del carruaje papal, por habitaciones modestas en lugar de la suite del monarca. Hace menos de dos meses, cuando respondió a una pregunta sobre los sacerdotes gay con otra -"¿Quién soy yo para juzgarlos?"- la humildad de esa frase fue celebrada con justa razón por todas partes. ¿El Papa en verdad está actuando y hablando de ese modo?

Pero el tono de Francisco hasta ahora es interesante no solo como ruptura de la Iglesia Católica, sino como contrapunto a la sensibilidad prevaleciente en nuestro país, donde la humildad es una virtud en peligro, si no es que definitivamente extinta. Está fuera de sincronía con la implacable auto-promoción, que ha sido considerada el oxígeno mismo del éxito. Extrañamente, está sentada junto al culto de la autoestima.

La humildad no tiene mucha cabida en el ámbito de los medios sociales, que están dominados por la ética del véanme, por los llamados a que nos escuchen, a mí, mí, mí. Y la humildad, curiosamente, es irrelevante para el género de entretenimiento que define nuestro tiempo, la televisión de la realidad, que asegura que toda vida es hipnótica, aunque sea a la manera de un descarrilamiento de trenes, y que cualquier persona es una estrella en potencia: el ama de casa, el acumulador compulsivo, la madre adolescente, el pescador de atún. Solo hay que acicalarlos un poco para captar la mirada del público. Solo hay que poner las cámaras un poco más cerca.

La política es lo más deprimente de todo. Recompensa a los fanfarrones y bravucones, que se abren paso a la fuerza hasta el centro del escenario con la insana certeza de que ellos y sólo ellos tienen la razón, mientras que el electorado y los medios informativos carecen de la fuerza para callarlos o mandarlos a la porra. Nos disgustan pero nos divierten o, por lo menos, nos agotan. Quizá tengamos los espectáculos que merecemos.

Si queremos estudiar un caso clásico de falta de humildad, habría que considerar los esfuerzos de los republicanos de derecha por descarrilar la ley de atención médica accesible por cualquier medio que fuera necesario, por brusco y destructivo que sea.

La ley de atención médica tiene sus fallas, algunas de ellas profundas, pero fue aprobada con toda legitimidad, de acuerdo con las reglas, y salirse de las reglas a fin de hacerla desaparecer es pensar que esas reglas no se aplican a nosotros, que nuestro punto de vista supera el proceso en sí. Es la cumbre de la arrogancia.

La humildad no funciona en el fuego cruzado de nuestro combate político. La certidumbre y la determinación son mejores combustibles.

¿Cómo encaja en todo esto el presidente Barack Obama? Aunque sus reveses en Siria lo hayan disminuido, también han tenido una especie de humildad, reflejando su disposición a ceder a los sentimientos profundos de los demás y, en ese sentido, merecen cierto reconocimiento. En el liderazgo, más arte que ciencia, hay que poder atraer a los demás a nuestra causa pero, al mismo tiempo, reconocer cuando nuestra posición está muy alejada de los otros.

Pero Obama esquiva recurrentemente las críticas y se niega a observar ciertas costumbres y eficiencias políticas -la caricia, la recompensa, la repetición como letanía de argumentos simplificados para el populacho distraído-, lo cual trabaja en su contra y huele a orgullo excesivo. Él podría tomar una lección de este Papa.

Nunca pensé que escribiría esto. Por muchos años observé a los jerarcas de la Iglesia envueltos en su esplendoroso boato, prefiriendo la protección de los clérigos sobre el bienestar de los fieles. Permitían que los sacerdotes que abusaban de menores evadieran su responsabilidad y, en muchos casos, volvieran a cometer sus infamias. Esa cobertura era la antítesis misma de la humildad, basada en la creencia de que proteger a la Iglesia del escándalo público era más importante que cualquier otra cosa.

Durante demasiados años miré y escuché a los hombres imperiosos que rodeaban al Papa lanzar juicios atronadores desde el Olimpo del Vaticano. Pero en su reciente entrevista, Francisco abogó por un clima más calmado y tranquilo, dando a entender que los jerarcas de la Iglesia en Roma deben dedicar menos energías a criticar y censurar.

Él mismo se presenta como un pastor que lucha y está determinado por trabajar de manera colaborativa. Asimismo se llamó pecador. "No es una figura retórica o un género literario", aclaró. "Soy un pecador."

Él no ha enderezado entuertos del pasado. Vamos a dejar esto muy claro. No ha hablado de ningún cambio sustancial en enseñanzas y tradiciones de la Iglesia Católica que efectivamente requieren un reexamen, como la creencia de que los actos homosexuales son pecaminosos en sí mismos. No ha refutado que el sacerdocio sea célibe y exclusivo de los hombres. No ha hablado de manera progresista -y justa- del papel de la mujer en la Iglesia como debería de hacerlo.

Pero tampoco se ha presentado como alguien que tiene todas las respuestas. No, él ha avanzado -a un paso más bien lento- como alguien dispuesto a guiar a otras personas con preguntas. Al hacerlo así ha reconocido que la autoridad proviene de una mezcla de sinceridad y humildad tanto como de cualquier convicción abrasadora y cegadora, y que la estatura es un respeto que se gana, no un pedestal del que uno se apodera. Ésa es una lección muy útil en nuestro mundo actual, tan dado a apoderarse de las cosas.

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