Dirigencias

Dirigencias

Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional - Especial para Los Andes

Nuestras instituciones son tan débiles que en cada cambio de gobierno se genera un proceso semejante a un cambio de época. Con el derrotado se expulsan para siempre algunos restos del pasado; con el vencedor se imponen algunos nuevos patrones de conducta. Somos una sociedad que no logra superar la etapa juvenil, ésa cuando elegimos un destino, una vocación y un lugar en el mundo. Somos como esos jóvenes que viven cambiando de carrera, que no logran encontrar su verdadera vocación, que viven poniendo en duda su destino.

Cuando triunfó Raúl Alfonsín hubo un peronismo enojado que lentamente desapareció. En realidad surgió una renovación que se convirtió en el espejo de la coordinadora radical. Esa generación estaba marcada por la memoria de la dictadura y terminó fracasando en ambos partidos. La derecha viviría su gloria influenciando en Menem e imaginando que con sólo demoler el Estado estaría inaugurando el nuevo capitalismo. Hasta hubo una estabilidad monetaria que estallaría en manos ajenas. Las empresas terminaron mayoritariamente en propiedad extranjera; el retroceso social fue lo único que quedó como recuerdo de esos sueños capitalistas.

Con los Kirchner hubo para todos los gustos. Participaron en la privatización de YPF y luego en el proceso revolucionario que la recompró.

Expandieron el juego a la vez que enfrentaban la producción agropecuaria; se apropiaron de la obra pública mientras convocaban a sectores de izquierda para imaginar un camino transformador semejante al venezolano. Los derechos humanos dejaron de ocupar el lugar de logro colectivo para transformarse en simple propuesta partidaria. El autoritarismo impuso la misma vara para la Justicia y los medios de comunicación; coincidir implicaba lealtad; disentir era visto como simple traición. Fue la época de la fractura. El gobierno trazó con su espada una línea en la arena, “conmigo o contra mí”. Era el retorno de eternas divisiones, memorias de violencias que parecían superadas mientras algunos intentaban todavía parasitar su recuerdo.

Ahora viene otra etapa. No es que el Pro imponga sus propuestas. Es tan sólo que la sociedad no soporta más la confrontación sin sentido, los odios sin razón de ser. Porque si algo no tuvo el kirchnerismo fue una raíz de izquierda. Por el contrario, fue una dirigencia ambiciosa y con dudoso pasado que se inventaba un presente progresista para legitimar la oscuridad de su ambición.

Fue un proceso electoral complicado. Mucho votaban al oficialismo por simple miedo a la derecha. La mayoría votó a la supuesta derecha por exceso de cansancio de esa izquierda que no terminaba nunca de acumular riquezas y de nombrar empleados públicos. En rigor, eran dos proyectos demasiado distantes de sus etiquetas ideológicas. Los kirchneristas odiaban a Perón. Elegían recordar a Cámpora como una mala lectura del pasado. Ensayaban a nivel nacional veleidades progresistas que jamás hubieran imaginado en su larga experiencia de gobierno provincial. Elegían a Scioli con la bronca del que debe ocultar sus intenciones para poder ser votado.

Ahora vino lo nuevo, el kirchnerismo ya no encuentra su lugar ni su razón de ser. Los intendentes se reúnen en el mar y los gobernadores en el norte. Todos hablan de la unidad mientras se ocupan de separarse y a los kirchneristas ya no los invita nadie. Se enojan con Massa, que pareciera ser el que entendió el cambio de humor social, el que expresa la voluntad mayoritaria de respeto entre gobierno y oposición.

En los ejércitos derrotados la profundidad del fenómeno se suele medir por la cantidad de deserciones. Más allá de cuál sea el éxito del nuevo gobierno, lo cierto es que la historia nunca retrocede y eso implica que el kirchnerismo y su sueño de confrontación permanente es una propuesta superada para siempre.

El gobierno de Macri tiene aciertos y errores pero, en el extenso mundo de la oposición, Massa crece a la par que el kirchnerismo se achica. Las elecciones internas del peronismo son una comedia sin sentido. Nunca el sello del partido fue gestor de triunfos. El partido lo tenía Bittel y el candidato fue Lúder. Lo tenía Cafiero y ganó Menem. Jamás fue el sello el propietario de los votos.

Córdoba y Salta son dos provincias democráticas gobernadas por el peronismo, ambas cercanas a Sergio Massa. El resto de los gobernadores en alguna medida es más los votos que espantan que los que suman. Los restos del feudalismo no tienen ideología. Son simples cargas que marcan el atraso de nuestra misma democracia.

Los kirchneristas imaginan que su futuro depende del acierto o fracaso de la gestión de Macri. No llegan a entender que el tiempo de los resentimientos fue superado para siempre. Ingresamos a una etapa sin dogmas ni fanatismos, a recuperar el ejemplo de aquel abrazo entre Perón y Balbín. Vale reiterar que después de equivocarnos al exigir “que se vayan todos” estamos arribando a la conciencia de la madurez, ésa que sabe que el futuro sólo es posible si lo forjamos entre todos.

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