El 6 de abril de 1896, Atenas inauguraba los primeros Juegos Olímpicos de la Modernidad. El enlace con los encuentros de la antigüedad, la épica y la mitología. Antes, mucho antes, las guerras pedían tiempo muerto y, con paz garantizada, hombres venidos de las cien esquinas de Grecia se reunían en Olimpia para candidatearse a héroes de la época. De paso homenajeaban a Zeus y, junto al templo del dios de los dioses, calibraban fuerzas y talentos. Competencias de velocidad, luchas, saltos, lanzamientos y carreras de carros tirados por caballos, formaban parte del menú.
Todos los participantes, desde pastores hasta figuras de la realeza, pasando por militares y filósofos, debían ser libres y griegos, y estar desnudos a la hora de la acción. Las mujeres podían observar, siempre que no fueran casadas. Salvo en las disciplinas más sanguinarias, estaba terminantemente prohibido matar al adversario.
Aquellos encuentros de antología, los que vistos a través del cristal de los tiempos saben a épica y abismos, empezaron a volverse polvo cuando Teodisio I, emperador de Roma, decidió amputar casi 13 siglos de tradiciones (que eso era cosa de paganos, que mejor no ofender a la divinidad cristiana ni a la iglesia).
1.500 años tuvieron que pasar para que el lunes 6 de abril de 1896, en Atenas, los primeros Juegos Olímpicos de la modernidad hicieran revivir espíritus del mundo antiguo, encendiendo la llama del deporte contemporáneo.
En los 10 días de actividades intervinieron 241 atletas amateurs (todos hombres) provenientes de 14 países (aunque la mayoría eran griegos), quienes compitieron en 9 deportes diferentes. Ni ellos, ni los organizadores, ni Zeus se animaron a vaticinar que esa reunión ecuménica engendrada en medio de una serie crisis económica, sin sponsors, plagada de irregularidades, ignorada por la prensa internacional y sólo posible a partir de los créditos otorgados a último momento, sería la génesis de uno de los eventos más importantes a nivel global.
Ajena a los funestos pronósticos, la fiesta fue un éxito. Lo escribió rápido la ceremonia inaugural, con 70 mil almas colmando el Estadio Panathinaikó de la capital helénica. En las tribunas de mármol, más de una sonrisa se le escapó al Rey Jorge I (encargado de cortar la cinta), y más de una promesa a Pierre de Coubertine, barón francés y principal mentor de este circo extraordinario.
Allí, ese mismo 6 de abril, Atenas contempló incómoda la victoria en salto triple del estadounidense James Connolly, escritor y primer campeón olímpico de la modernidad. La cita grande estaba prevista para unos días después. Entonces, el local Spyridon Louis, aguatero de profesión, marcó 2 horas, 58 minutos y 50 segundos en meta, llevándose la rama de olivo y el oro en el legendario maratón. Dicen que la gesta fue seguida por 100 mil gargantas afónicas, y que contó con la participación especial de todos los dioses del Olimpo.
En la actualidad puede verse el emblema de Atenas. El Estadio Panathinaikó aún palpita con los acontecimientos vividos en aquella primavera de 1896. Durante la visita (realizada de manera independiente o mediante tours guiados), el viajero recoge lo elemental del suceso, mientras camina las tribunas y demás sectores originales de este recinto que destaca por su forma de horquilla y por el mármol blanco que lo embellece. Construido sobre las ruinas de un campo deportivo de la antigüedad, hoy acoge distintos eventos (en su mayoría conciertos), aunque esporádicamente. Su capacidad actual es de 45 mil espectadores.
Otro espacio directamente relacionado con el particular son las ruinas de Olimpia. Ubicado a unos 250 kilómetros al oeste de la capital, el lugar fue sede de los Juegos Olímpicos de la antigüedad. El sitio arqueológico (nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco), también conserva restos de los palacios dedicados a las diferentes deidades, un completo museo y más de 3.000 mil años de historia para compartir.