Resulta inevitable no involucrarse. Resulta imposible no pensar: ¿cómo vive así la gente a partir de ahora? Resultan tantas cosas, que la lista se hace larga.
Nunca he cubierto una guerra o he estado en la zona de un desastre natural como un terremoto o un tsunami. Pero viendo lo que he visto, bien puedo hacerme una idea.
Y, sin embargo, la gente lejos de lo que yo esperaba, recibe a los visitantes, ayudantes o periodistas, con una sonrisa, dispuestos a saludar mirando a los ojos.
Sin vergüenza de esconder su pobreza, sus carencias. Dicen: “Acá vivíamos ocho, diez, veinte”.
Y lo dicen sin pudor.
Porque lo han perdido todo, y sin embargo, muchos de ellos saben que si conservan la salud o la esperanza, lo demás no importa. O ya vendrá.
Y en eso de interrogarse, de hacer introspección, el periodista piensa que es imposible sostener la balanza entre la objetividad y el dar una mano.
Y en esa tarea, la que nos trajo hasta acá, se hace difícil sostener la mirada de los damnificados. Aún de los voluntarios, que tienen el rostro sudado, las manos cansadas y el cuerpo sucio por tantas horas de trabajo desinteresado.
En definitiva, realizar estas coberturas es enfrentarse al ser humano en el estado más puro.
También significa descubrir que el poder de soportar la adversidad es más grande de lo que uno piensa.
Significa que se puede ir más allá y sentirse bien acá, con los pies pegados a la tierra, tanto en la desgracia como en la virtud de recibir.
Son experiencias que enseñan. Que otorgan nuevos sentidos. En lo laboral y en lo personal.
Hay una frase del cantante y poeta canadiense Leonard Cohen que reza: “Si queremos expresar la derrota común, procuremos hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”.
Con certeza, esta gente, hermana de sangre latinoamericana, ha seguido a Cohen por el camino que él ha indicado. Son bellos sobrevivientes que una vez más van a renacer, dignos, de las cenizas.
