La historia cuenta que Diego padre rompió en llanto cuando la combinación de crisis económicas lo había arrojado a desprenderse de su balsa, embarcación que era su medio de vida y el de su esposa, Dalma, en la ribera de Esquina, donde cruzar gente por el Paraná traía el pan al hogar de los Maradona, compuesto además, a fines de los'50, por cuatro pequeñas hijas.
La historia cuenta, también, que Diego Maradona, padre e hijo, volvieron a llorar poco más de dos décadas después, cuando fueron desbordados por un golpe bajo lanzado desde muy lejos, nunca cara a cara, y que destrozó la vida de centenares de hijos, muchos de ellos correntinos, que se hundieron junto al Crucero General Belgrano, por un ataque artero, fuera de la zona de exclusión que había imaginado la diplomacia, y el protocolo, y todas esas palabras que utiliza gente que brinda en los cócteles y se cuida de no despeinarse al momento de la foto.
La historia cuenta, desde ya, que promediaba junio de 1986, que miles de aficionados mexicanos hacía cola para comprar una entrada y centenares de periodistas de todo el mundo se desesperaban por una acreditación y que decenas de políticos, con tono diplomático, y protocolar, y de todas esas palabras que usan, ceremoniosos, rastreaban micrófonos y proclamaban frases más o menos así: “Argentina e Inglaterra van a jugar sólo un partido de fútbol”.
La historia no cuenta, porque no quieren quienes mayormente la escriben, que no había forma, ni modo, ni manera, ni nada de nada, de sobornar el sentimiento de Diego Maradona, el hijo de Don Diego, el balsero de Esquina, el mismo con quien habían llorado, abrazados, la muerte de los hijos correntinos en esa puñalada trapera que se asestó en pleno océano.
Y entonces…
"Todos nos decían que no había que mezclar la guerra con un partido de fútbol, pero yo no podía hacerlo", expresó el petiso de rulos, casi entre sollozos, en declaraciones viscerales, convenientemente silenciadas por aquello que se conoce como cultura oficial.
El duelo entre argentinos e ingleses no resultaba inadvertido para el planeta futbolero y la expectativa fue mayúscula: 114.580 entradas se vendieron para presenciar el partido en el Estadio Azteca. La tensión dominaba el ambiente y los cruces verbales entre hinchas de uno y otro país, entremezclados entre miles de azorados espectadores mexicanos, era adrenalina pura. Y Diego, que hasta ese pasaje del Mundial no había superado el límite de gran jugador, salió eyectado al campo de juego cual si fuera el representante más genuino del sentimiento de dolor y rabia de millones de compatriotas. Nada podía frenarlo. En su mirada anidaba el deseo vengativo. Estaba naciendo el Diez.
De repente, un puño se esconde tras la cabeza en el salto e impacta en la pelota. La Mano de Dios entraba en la historia. Pero ese Maradona intratable, en su punto justo y liberado de las cadenas del comportamiento único, iba por más. Los rivales se desconcertaban y sus propios compañeros también. A los nueve minutos del segundo tiempo, a sesenta metros del arco inglés, le pidió a la redonda que no lo abandonara, que le seguía temiendo al desamparo, al desprecio y al trato desconsiderado. Y avanzó, con sus alas de niño pájaro forjado en la miseria de Fiorito, y no se detuvo, porque el canto a la esperanza no tiene permitido hacerlo. Atrás quedaron Hoddle, Reid, Sansom, Butcher, Fenwick y Shilton, en diez segundos que conmovieron al mundo. Y de su pie corto, cual si fuera un último beso de despedida, se desprendió la vida hecha pelota de fútbol.
Los argentinos nos lanzamos a la calle, desenfrenados y lagrimeando. Fue una reacción espontánea e incontenible. El abrazo con uno, el abrazo con otro. Vivimos esa tarde en estado de gracia. Las heridas, a cuatro años de Malvinas y tres de la Democracia, no habían cerrado. No mezclábamos una guerra con un partido de fútbol. Pero desde la lejana México, alguien había interpretado ese deseo de reivindicación, aunque más no fuera con la redonda…y lo había hecho por nosotros.
Por Fabián Galdi - fgaldi@losandes.com.ar