Días de inquietud y vigilancia ante las deserciones

Este delito fue moneda corriente de las formaciones militares que protagonizaron las guerras de independencia hispanoamericanas. El Ejército de los Andes no escapó a ese dilema que ponía en riesgo la cadena de obediencia entre jefes, oficiales y tropas.

Días de inquietud y vigilancia ante las deserciones

El 10 de enero, San Martín acusó recibo de los riesgos que afectaban la cohesión de los cuerpos y regimientos del ejército en vísperas de la partida a Chile. La sospecha que los soldados pudieran haber esquivado el regreso al campamento del Plumerillo para cumplir con los ejercicios doctrinales, lo condujo a disponer la publicación de dos bandos a través de los cuales no sólo aminoraba la pena de deserción, sino también concedía indulto general a todo aquel que se presentara ante su jefe en el término de cuatro días.

Como era costumbre, ambos bandos fueron pegados en los muros del Cabildo, en las esquinas de la ciudad, en los atrios de las iglesias, y en las pulperías, es decir, en las principales carteleras y ámbitos públicos que servían a la sociabilidad del vecindario. La medida no sólo buscaba frenar cualquier atisbo de deserciones multitudinarias; también se relevaba como estrategia firme para soldar hasta la última pieza de la maquinaria militar para que iniciara intacta el monumental cruce andino.

Con ello se ponía en evidencia la inquietud y zozobra que representaba para los soldados cruzar la cordillera, y también la resistencia y rebeldía ofrecida por quienes habían sido obligados a portar el uniforme y las armas de la Patria. No se trataba de un fenómeno novedoso ni para los ejércitos revolucionarios, ni tampoco para los realistas, en tanto la guerra de independencia había exigido a los gobiernos y jefes militares reclutar pobladores rurales y urbanos que debían abandonar las labores cotidianas que le permitían vivir en familia.

Al respecto, San Martín había sido enfático al momento de utilizar la “papeleta de conchabo” como condición para reclutar a los varones libres, especialmente jornaleros o gañanes sin empleo o patrón estable; a su vez, la tercera parte de los esclavos cuyanos (710 personas) habían sido integrados a las filas del ejercito por medio de la política de rescate o compra a sus amos.

Castigos, penas y atenuantes

En rigor, el delito de deserción, como todo un arco de rebeldías que incluían el motín, la sedición o el robo, estaban prescriptos en las leyes militares de la monarquía española, y ninguno de los gobiernos erigidos en el Río de la Plata con posterioridad a 1810, dejaron de atender al dilema que afectaba la cohesión y desempeño de los ejércitos revolucionarios. Las ordenanzas militares que regularon el funcionamiento del Ejército de los Andes adoptaron buena parte del sustrato normativo español por lo que replicaron prácticamente las disposiciones punitivas para los desertores y sediciosos que podían incluir, según los móviles, desde azotes a la pena de muerte.

Sin embargo, el intermitente goteo de deserciones que tuvo lugar en el contexto de formación del ejército si bien dio lugar a la instrucción de sumarias con el objeto de aplicar sanciones, éstas se vieron limitadas frente a la escasez de brazos y la necesidad de sostener el número de reclutas. Al respecto, el mismo San Martín se vio obligado a condonar penas a desertores a los efectos de evitar mayores rebeldías, y preservar la adhesión de los capitanes de milicias mestizas. Pero también la misma legislación destinada a regular el vínculo entre gobierno y de quienes prestaban el servicio militar, limitaba la aplicación de penas contra los desertores. En particular, las condiciones contractuales del servicio militar preveían una serie de disposiciones que podían atemperar la pena en beneficio del desertor o acusado de serlo.

Una sumaria sustanciada en Mendoza en 1815 contra un soldado del ejército ilustra los términos y alcances del contrato militar celebrado entre gobierno y soldado: en aquella oportunidad, y bajo la égida del Auditor de Guerra, el distinguido doctor Bernardo Vera Pintado, el oficial defensor del acusado (de apellido Pelestay) arguyó que la ausencia de suministro de pan, prest y vestuario por parte del Estado habilitaba al soldado a no cumplir con el servicio contratado. En sus palabras: “Es muy sabido que todo Soldado desde el momento en que tomó Plaza celebra un recíproco contrato con el Estado en que éste le ha de subministrar pan, prest y vestuario, bajo este supuesto espontáneamente se obliga a servir, se sujeta a las Penas de la Ordenanza, y lo que es mas su misma libertad en cierto modo la esclaviza: así es que si se le falta a estas condiciones, o pactos él tiene un derecho para no cumplir los suyos, y si ha exigido recompensa en su trabajo, y no la ha conseguido puede muy bien abandonar a quien no cumple lo que contracta, así como éste tiene un derecho a expulsarlo de su servicio si no le sirva con la actividad voluntad y honradez que contrató”.

A su vez, las declaraciones de los testigos y las expuestas por el acusado pusieron de manifiesto que no había sido socorrido ni con el vestuario prometido ni tampoco con el prest “contratado” por lo que no podía ser objeto de ninguna sanción prescripta por las leyes penales. Por su parte, el Ayudante Mayor de Plaza y juez fiscal de la Comisión Militar reforzó el argumento conforme a derecho que eximía al acusado de cualquier sanción: “No me atrevo a pedir la pena ordinaria (...) en razón de la falta de sueldos que ha sufrido, y muy particularmente la del vestuario”. Por consiguiente, el delito de deserción aparecía condicionado por la naturaleza contractual del servicio militar cercenando la capacidad punitiva de la autoridad como atenuante del castigo.

El dilema integraría la agenda gubernamental por lo que el Reglamento de 1817, aprobado por el Congreso que sesionaba en Buenos Aires, hizo explícita referencia al lacerante fenómeno de la deserción ya sea para reprimir el abandono de los cuerpos, o tal vez más crucial aún, para evitar que la tropa pudiera pasarse al bando enemigo.

Silueta biográfica

Bernardo Vera y Pintado, Auditor del Ejército de Los Andes

Origen. Nació en Santa Fe en 1780, y como hijo de notables estudió Leyes en la Universidad de San Felipe en Chile.

Funciones públicas. A partir de 1810, se involucró de lleno en el proceso revolucionario, y desempeñó diversas funciones públicas como editor de La Aurora (junto al fraile Camilo Henríquez) y jurista. Compuso versos famosos de la Patria Vieja, y emigró como tantos otros a Mendoza en 1814.

Aporte a San Martín. Luego de una breve estancia en Buenos Aires, volvió a Mendoza con el fin de suministrar herramientas jurídicas al gobierno de San Martín, y la formación del Ejército, bajo la convicción de bregar por los "derechos de los pueblos y la libertad bien reglada".

Fin. Murió en Santiago en 1827.

Homenaje

Bernardo Vera y Pintado tiene su reconocimiento en su Santa Fe natal (con una escuela y una comuna) y en Santiago de Chile, donde una calle lleva su nombre. Además, tiene una estación de ferrocarril en Buenos Aires.

Bibliografía

- Ezequiel Abasolo. El derecho penal militar en la Historia Argentina, Córdoba, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2002.

- Alejandro Rabinovich. El fenómeno de la deserción en las guerras de revolución e independencia en el Río de la Plata: 1810-1829, E.I.A.L., Vol. 22 – N° 1 (2011), pp. 33-56

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