A tres meses del nuevo gobierno argentino y a siete de las primarias que sentenciaron que lo sería, los mercados de inversión externos parecen estar cambiando el núcleo de sus interrogantes sobre el país.
Ya no se preguntan cuál es el plan con el cual los argentinos piensan ordenar su economía y honrar sus deudas. Ahora los acreedores se preguntan cuánto afecta esa inconsistencia en el grado de incobrabilidad de la deuda argentina, que el propio oficialismo ha declarado en default virtual. Es decir: si les conviene esperar una oferta para negociar una reestructuración, o si ha llegado la hora de asumir las pérdidas y llevarlas a juicio.
El índice de desconfianza en la Argentina cerró la semana 25 puntos por encima de la tasa de interés de referencia internacional. Es un umbral de riesgo al rojo vivo. Los papeles de la deuda argentina rozan valores tan bajos que el razonamiento económico puede ceder su lugar al razonamiento jurídico.
El país conoce esa historia. Basta mencionar -para espabilar la memoria reciente- el nombre del fallecido juez neoyorquino Thomas Griesa.
La semana terminó con el riesgo país en los mismos niveles de agosto pasado, cuando Mauricio Macri se despidió de la reelección, pero en un contexto mundial más hostil.
Como jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández fue testigo del momento más expansivo de la globalización. Aquel que impulsó a China al podio del poder mundial. Como presidente, es protagonista ahora del momento contractivo de ese proceso, bajo el estigma de una plaga inesperada: la epidemia de coronavirus que impacta en la economía global.
En una decisión sin precedentes, la Reserva Federal estadounidense retocó a la baja las tasas de interés. Un anabólico para que el motor de la economía global no se detenga. La novedad podría haber atenuado las convulsiones de la deuda argentina. No ocurrió porque en el mar ya de por sí agitado de la economía mundial, el país navega en círculos dentro de su propio remolino.
A falta de un plan expuesto y legitimado ante el Congreso y la opinión pública, los inversores externos intentan leer las acciones concretas que el Gobierno ejecuta. La poda de las jubilaciones especiales se orienta al control del déficit fiscal. Pero el vaciamiento de los juzgados federales enciende alarmas sobre la seguridad jurídica.
El sindicalismo se ha encolumnado con el Gobierno. Sus líderes afirman que ya pasó la moda de la cláusula gatillo. Una señal positiva para los mercados. Pero la resistencia del agro a otra ampliación de las retenciones le indica a los inversores que son ínfimas las posibilidades del oficialismo para seguir con el ajuste fiscal por la vía de una mayor presión impositiva.
Para colmo de males, el cristinismo leyó al revés el significado de esa señal política. Mientras Alberto Fernández intentaba generar un esquema segmentado para equilibrar el impacto de las retenciones, Oscar Parrilli las puso en clave de venganza política. Y Juan Grabois habló sólo para agitar fantasmas. Como en un reciente y laureado filme coreano. Para el asesor vaticano, los productores agropecuarios son parásitos que se nutren de una renta ajena.
Le respondieron con la misma lógica: Grabois es desde hace tiempo un gerente de la pobreza que se perpetúa parasitando los impuestos del sector productivo que produce los dólares que el país necesita. Sobre todo ahora que Vaca Muerta se aproxima -entre congelamientos y control cambiario- a hacerle honor definitivo a su nombre.
Restan horas para que el ministro Martín Guzmán se tire a la pileta con su oferta para la deuda privada. Pesan sobre su decisión dos universos apenas concurrentes: el de su mentor, Joseph Stiglitz, que experimenta con la economía argentina para su estudio de casos; y el del albertismo que reivindica como antecedente exitoso la negociación de Néstor Kirchner, Roberto Lavagna y Guillermo Nielsen .
Las condiciones de entonces han variado drásticamente. Con la tracción de las ventas del agro a China, Argentina podía exhibir superávits gemelos, una inflación medianamente controlada y un tipo de cambio competitivo. Incluso en esa posición, el incentivo ofrecido para que los acreedores aceptaran una quita fue el bono con cupón atado al PIB.
La situación actual es bien distinta. Guzmán se opone a trabajar sobre el déficit fiscal, la inflación no cede a las invectivas del Gobierno y la suma de cepo y congelamiento alimentan una olla a presión. Del otro lado no hay -como antes- un único frente de conflicto. Están los bonistas que deben consentir una quita. Y está el Fondo Monetario Internacional que recomienda la quita para los otros, porque esta vez -a diferencia de entonces- es el acreedor de mayor volumen.
El país parece entregado al milagro de una prestidigitación talentosa e inesperada del Presidente de la Nación. Su principal respaldo electoral, Cristina Kirchner, no parece advertir esa circunstancia. Entregada como está a las tareas de gestora de lujo de una injusta amnistía política.
Tan fuera de quicio que hasta Julio De Vido diserta, suelto y liviano en las calles, sobre el sentido moral de la honestidad.