Por Luis Alberto Romero - Club Político Argentino - Especial para Los Andes
Me llamaron por primera vez “destituyente” en 2008. Fue un estimado colega, con quien compartimos durante veinte años un seminario mensual, seguido de café y tertulia.
En su juventud él había militado en el peronismo, pero desde que lo conocí estaba más cerca de la socialdemocracia, sobre todo la de España, a donde viajaba seguido. Como historiadores, compartíamos el gusto por los marxistas ingleses -Thompson, Williams-, las bromas ácidas sobre los revisionistas locales, que él se dedicaba a estudiar, y hasta la crítica al gobierno kirchnerista.
Todo empezó a cambiar con la crisis del campo y su redescubrimiento de la “oligarquía destituyente”, grupo en el que me incluyó, todavía cariñosamente. Pero desde entonces nos vimos poco y dejamos de compartir el café. En 2012 encabezó una declaración de colegas historiadores en la que -ahora seriamente- me acusaban de ser “destituyente”.
La causa era haber criticado al Conicet por “apretar” a los investigadores críticos al gobierno, invocando la “unidad de pensamiento” de la institución. Sobre todo, por haberlo hecho en notas publicadas por Clarín. Esa vez hablamos y me dijo afectuosamente que no era “nada personal”.
“Destituyente” me sonó a “golpista” -hoy ya son sinónimos- y me preocupé. Empecé a preguntar a la gente cercana, y a la que me leía o asistía a mis charlas, buscando entre ellos a golpistas.
Encontré a 4, entre unas 2.000 personas, es decir un 0,2%. El resto, como yo, se oponía al gobierno, entre otras cosas por atacar a las instituciones de la República. Todos queríamos evitar los daños a la institucionalidad, y a la vez nos parecía esencial defender al gobierno y ayudarlo a concluir su mandato con normalidad.
En suma, combatir al gobierno para defender las instituciones y defender al gobierno institucional era para todos la misma cosa, y sigue siéndolo.
Quizá parezca paradójico lo de enfrentar al gobierno y a la vez defenderlo. Se trata de sostener a las instituciones y, entre ellas, a las autoridades legítimas, elegidas por el sufragio ciudadano.
Pero quienes han lanzado hace tiempo el argumento de lo “destituyente”, y ahora el del “golpe de Estado blando” parten de otra idea de la democracia.
Es una idea con sólidas raíces en nuestra cultura política, que apareció con Yrigoyen, maduró con Perón y adquirió nueva figuración en los años ’70, en el ámbito de la JP, montonera o no. Una idea a la que han vuelto muchos, como mi colega y amigo, que en 1983 habían encauzado su “progresismo” en el marco de la democracia republicana.
Resurgida en los años noventa, esta idea cuajó con el kirchnerismo. Su gobierno, que siempre tuvo una espontánea vocación decisionista, retomó la vieja idea de que la mayoría de sufragios concede al mandatario electo la totalidad del poder, y que todo el aparato institucional debe plegarse a su voluntad política, que expresa directamente la del pueblo y la de la nación.
Esto explica el avance de los gobiernos kirchneristas sobre las instituciones de la República, con el paradójico argumento de la democratización. Al igual que Luis Napoleón Bonaparte, Mussolini o Perón, creen no hay democracia más allá del líder plebiscitario ni patria fuera del gobierno que expresa al pueblo y a la nación.
Por eso mi colega y amigo, que ingresó a la política por la vía de la JP, en 2008 pudo imaginar una actitud destituyente en la oposición política a un gobierno popular y democrático.
Bastaba la oposición para configurar la actitud destituyente, una semilla que con seguridad crecería. Sobre esa creencia básica era fácil sumar luego los clásicos argumentos de la conspiración de los poderes concentrados, de los que mi colega solía reírse.
Hay que salir de esos pobres argumentos y analizar las cosas desde otra perspectiva. Los golpes de Estado en la Argentina no sólo derribaron presidentes sino también instituciones; suprimieron el Congreso, removieron jueces, cerraron diarios, encarcelaron ciudadanos y crearon dictaduras.
Algo de eso ya está ocurriendo en la Argentina, y no por obra de la oposición sino del propio gobierno. Según una fórmula bastante conocida, se trata de desmontar las instituciones desde el gobierno. Esto comenzó a ocurrir de manera gradual en tiempos de Kirchner, y de manera acelerada desde 2011, cuando 54% de los votos dieron cuerpo a la consigna de “ir por todo”.
Cada día el Gobierno avanza con un mini golpe de Estado, atacando una a una las instituciones de la República: el Congreso, la Procuración General, los jueces y fiscales, los medios de prensa. En ese camino, obtuvo varias victorias pero cosechó derrotas importantes.
El papel de la oposición ha sido frenar el golpe de Estado en cuotas, intentado por un gobierno básicamente destituyente que acusa a los demás de hacer aquello que él mismo está haciendo. Como dice el refrán “cree el ladrón que todos son de su condición”.
Hoy finalmente la oposición está prestando un gran servicio a la República, defendiéndola de su gobierno. El final está cerca, pero falta un poco.
Todavía existe la posibilidad de un golpe de Estado de estilo bonapartista: en 1852, concluido su mandato presidencial y sin reelección posible, Luis Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado y convocó a un plebiscito, que lo proclamó emperador, durante 20 años. No hay que descartarla, pues el gobierno dispone de muchas fuerzas, entre ellas un jefe del Ejército que ha adherido al proyecto político del Gobierno.
Creo que este plan es poco viable, en parte porque la ciudadanía está movilizada y se expresa en marchas como la del 18 de febrero. Pero existe una segunda alternativa, igualmente peligrosa: patear el tablero y provocar un final wagneriano, un Götterdämerung del gobierno, que se lance al precipicio y en su caída arrastre a la República y a todos los que vivimos en ella. Tampoco es probable, pero no deja de ser posible.
En esa eventualidad, todo el arco opositor deberá unirse para defender al Gobierno y evitar que triunfen los destituyentes, entre los que me temo figura hoy mi antiguo amigo.