A raíz de la situación de crisis económica, surgieron varias iniciativas para declarar la emergencia alimentaria. Este reclamo vino de organizaciones sociales, de la Iglesia y de grupos de la oposición. El Gobierno nacional se negó a hacer esta declaración por un DNU y pidió que fuera tratado en el Congreso. Esta declaración implica darle libertad al ejecutivo para comprar alimentos sin licitación y se amplía la autorización para gastar un monto que ampliaría el presupuesto original en un 50%, llevándolo de $8000 a $12.000 millones.
En Argentina ya existe una ley de emergencia alimentaria y los presupuestos se han venido ampliando por lo que aquí surge una confusión hasta hora no despejada. Ésta consiste en separar esta asistencia alimentaria de los planes sociales que se otorgan desde hace más de 20 años y saber si son nuevos necesitados o son los mismos beneficiarios.
El problema aparece por la forma en que se administran estos recursos y de qué manera se chocan los de origen nacional, con los provinciales y municipales. En principio, el gobierno nacional no debería otorgar subsidios directos sino transferir recursos a las provincias. Así se evitaría dilapidar recursos y que algunos astutos cobren en varios lugares y otros no puedan alcanzar ninguno. Pero lo importante sería entender que los fondos deben ser para una emergencia y no permanentes porque terminan generando un efecto contrario al buscado. El que se acostumbra a cobrar sin trabajar pierde el impulso de sobrevivencia y cree que debe ser mantenido por el Estado, sin esfuerzo.
Otro tema preocupante es que el Gobierno nacional les transfiera fondos nacionales a organizaciones sociales para que ellas distribuyan subsidios sin ninguna rendición de cuentas. El tema es grave porque el Estado no puede delegar sus obligaciones a terceros sin ningún tipo de control. Suponiendo que los beneficiarios de estas organizaciones no reciben otros subsidios, ¿cuánto reciben? ¿Con qué criterios o condiciones se les da?
Viendo la capacidad de movilización que tienen y la logística desplegada en cada una de esas marchas se puede inferir que la mayoría de los recursos no van destinados a los “teóricos” beneficiarios sino a la misma organización y sus dirigentes. Esto es inaceptable. Si hay que darle un subsidio transitorio a una persona para atender una situación especial la misma debe ser depositada en una cuenta a nombre del mismo, sin intermediarios.
El sistema está tan desordenado que la población no tiene claro cuánto gasta el Gobierno nacional en subsidios, ayudas alimentarias y otros tipos de asistencias. Pero tampoco se sabe lo que se gasta en las provincias y municipios y en general cuántos son los recursos de la sociedad destinados a este fin que pareciera haber tomado un cariz clientelar más que asistencial.
En el medio de estas demandas, ante una situación presupuestaria complicada, se conoció la solicitud de la Corte Suprema de Justicia pidiéndole al Ejecutivo una ampliación presupuestaria de casi $5.000 millones para llegar hasta fin de año. El absurdo es que esta suma, que permitirá que algunos jueces cobren entre $150.000 hasta $ 600.000 mensuales, es superior al aumento de la partida presupuestaria destinada a la emergencia alimentaria.
Esto muestra cómo existen bolsones de privilegio dentro del Estado que conviven con sectores muy mal pagados, como docentes, enfermeros o policías.
Este desorden en el manejo de los fondos públicos es una clara demostración de las distintas distorsiones corporativas que se han apoderado de los fondos públicos, a los que deberían sumarse empresarios que también reciben lo suyo o legisladores nacionales que tienen tantos asesores como la cantidad de miembros de una legislatura provincial. Si hay que hacer un pacto, debería incluir uno que reordene al Estado y la sociedad.