Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y mande en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra”. Leo este párrafo del Génesis y me maravilla su pueril bravuconería. A ese hombre que se cree un calco de Dios y que se siente autorizado a reinar sobre todo bicho viviente (incluida la mujer) le quedan por pasar muchas amarguras. Poco a poco la realidad irá imponiendo su ley y bajándole la cresta a trompicones.
Primero aprenderá que el firmamento no sólo no gira en torno a él, sino que la Tierra es un ínfimo grumo de materia que la ciencia ha ido desplazando a un lugar cada vez más insignificante del universo. Luego tendrá que tragar la amarga noticia de que Dios no le creó de golpe y porrazo a imagen de él, sino que venimos de un larguísimo hilo evolutivo que se remonta más allá de la Australopithecus Lucy.
Que, además, hemos tenido hermanos de especie, los neandertales y, para colmo, ni siquiera hemos sido maravillosamente superiores a esos homínidos, como nos empeñamos en creer durante años, sino muy semejantes. Tanto que nos hemos cruzado con ellos y los europeos llevamos el 2% de sus genes. Y, por si esto no bastara para deprimir profundamente a ese humano pomposo, luego llegará la secuenciación del genoma y se demostrará que compartimos el 60% de nuestros genes con la mosca del vinagre. Madre mía. Tantísima presunción para llegar a esto.
Y aquí estamos, intentando asumir nuestra continuidad con el resto de los seres vivos. Este es el siglo del animalismo, es decir, de la aceptación de nuestro lugar en el mundo, de nuestra responsabilidad con los otros animales. Digo esto al rebufo del escándalo creado por los comentarios brutales contra el niño enfermo que quiere ser torero.
En primer lugar, esas posturas extremas son muy minoritarias dentro del mundo del activismo animalista; pero además, y sobre todo, es que la defensa de los animales no es una causa exclusiva de un puñado de activistas, sino que es un movimiento social amplísimo, un cambio de nuestro modelo cultural, de nuestra manera de ver el mundo. Como he intentado apuntar antes, forma parte de la evolución de la sociedad, del desarrollo de la civilidad y de los avances del conocimiento.
Por eso es absurdo intentar reducir un tema tan esencial a un rifirrafe partidista. La conciencia animalista no está relacionada con una ideología concreta, sino con un desarrollo empático y cívico. Con un aprendizaje personal. Soy hija de torero, y mi padre me enseñó, precisamente, el amor por los animales: así de contradictorios y de complejos somos los humanos. Sé bien que ser torero no es sinónimo de ser un asesino. De la misma manera que ser aficionado a las corridas no implica ser un psicópata. Pero es verdad que tanto toreros como aficionados pertenecen a un mundo ya obsoleto con un nivel de admisión de la violencia que me descompone.
Es todo una cuestión de evolución, de desarrollo interior, de conocimiento. De comprender con el corazón y con la cabeza que compartimos el 60% de los genes con la maldita mosca del vinagre, y que los demás animales sienten dolor y angustia y desesperación, como nosotros.
Hasta 1928, los caballos de los picadores no tenían peto. Los toros evisceraban a dos o tres caballos cada tarde; en el patio les metían los intestinos a puñados, los cosían y los volvían a sacar. Los pobres jamelgos caminaban pisándose las tripas, escribió Valle-Inclán. Primo de Rivera decretó la obligatoriedad del peto, y Ortega y Gasset sacó un artículo furibundo quejándose de la medida y diciendo que se había acabado la autenticidad de la fiesta. ¡Y era nuestro máximo pensador! Sin embargo, si hoy sucediera algo así en una plaza, todos los espectadores vomitarían de horror. A eso es a lo que me refiero: han evolucionado, se han hecho más civilizados.
Dentro de pocos años, a todos nos parecerá igual de espantoso el toreo de hoy. Y eso supondrá un gran avance no sólo para los animales, sino, sobre todo, para nosotros.