Yo soy poeta, se los reitero cada madrugada -¡po-e-ta!-. Pero ellos no quieren entender. Todos tienen un ego enorme, o un aburrimiento insoportable, para el caso es lo mismo y no encuentran mejor cosa que hacer que presentarse a cualquier hora para obligarme a contar sus historias.
Yo soy poeta, les insisto, -¡po-e-ta!-, yo no cuento historias: construyo imágenes de complejo lirismo, les explico, didáctico. Pero ellos me interrumpen, entusiastas, para narrar las circunstancias en que se los llevó la Muerte (invariablemente consideran que la suya es la más interesante de todas las muertes a lo largo de toda la Historia de la Humanidad; la más increíble de las muertes habidas y por haber). Se toman su tiempo explayándose en interminables descripciones intrascendentes.
Y cuando terminan, lo sé bien, pasan a enumerar cada una de las hazañas que han llevado a cabo ya desde su identidad de fantasmas.
Todas esas historias terminan siendo iguales entre sí: se aparecen ante tal o cual para vengarse; cambian de lugar esto o aquello, meramente por ánimus iocandi; hacen aparecer aquel papel de suma importancia por el cual su viuda ya desesperaba… Ninguna de esas cosas es suficientemente digna de transformarse en cuento, les explico, mucho menos en novela, tal como ellos piden.
Y tampoco podría ni querría hacerlo. Porque yo, yo… (se los he dicho infinidad de veces) yo soy poeta, -¡po-e-ta!-.Yo los entiendo, sí que los entiendo, cómo no: la eternidad es una cosa bastante aburrida y uno busca con qué llenarla. Díganmelo a mí, si no, que sigo intentando terminar mi libro de poemas 128 años después de muerto… y a pesar de todas estas interrupciones.