Del zanjón de los Ciruelos y el Mocoroa

El aluvión del ‘70, el entrenamiento de Locche, los sobremesas familiares, los juegos en la calle, los actos escolares... son parte de los recuerdos de la autora.

Del zanjón de los Ciruelos y el Mocoroa

Éramos una familia pobre y despeinada. Mis padres, Omar y Perla. Mis hermanos, Daniel y Alberto; Jopo y Jopito los llamaban en el barrio. Vivíamos en la calle Mitre y Estrada. A una cuadra del zanjón de Los Ciruelos. En el límite de Ciudad y Las Heras. Del lado de capital.

Recuerdo que en el aluvión de enero de 1970, mis ojos infantiles miraban asustados el agua que saltaba en aquel zanjón. Lo veía desde la puerta de mi casa, no nos dejaron acercarnos.

La casa era alquilada. Tenía habitaciones que daban a un largo corredor. Al final, la cocina. Los Reyes pasaron una vez y nos dejaron cartas tras las puertas de las habitaciones y como una búsqueda del tesoro, tuvimos que ir siguiendo las pistas para dar con los regalos.

Mi jueguito de té estaba escondido en el combinado del comedor.

Nicolino Locche se entrenaba a la vuelta, en el club Mocoroa, con Francisco “Paco” Bermúdez. En la radio de ese combinado escuchamos la pelea (el Intocable vs Paul Fuji, en Tokio, por el título de la categoría welter junior el 12 de diciembre de 1968), que después vi mil veces en Sábados Circulares de Pipo Mancera. Una vez, Nicolino, ya campeón mundial, pasó por la calle Mitre en un Torino y todos salimos a mirarlo. Nos saludó. Fue un acontecimiento.

También en el mismo aparato escuché algunas veces a mi padre que recitaba en Radio Nacional.

En casa se escuchaba mucho tango. Mis padres lo bailaban. Mi papá ponía 2 ó 3 discos en el combinado y se iba a acostar. La noche nos acunaba en música ciudadana y los discos caían del brazo del combinado para ser acariciados por una púa que limpiábamos con los dedos para que no se llenara de pelusa. Y nosotros dormíamos abrazados por esa música melancólica.

Mi mamá cantaba antiguas canciones españolas cuando tendía la ropa. Hace algunos años, cuando ella murió, yo empecé a cantar aquella canción que recordaba de la infancia. Pero sólo podía evocarla hasta la mitad. Ella vino en sueños y me la cantó completa. Fue mágico.

Mi hermano del medio estaba enamorado de mi amiga de enfrente, Liliana, una pelirroja pecosa; y mi hermano mayor de mi amiga de la esquina, Zulma. Eran calles de tierra, con focos que iluminaban las esquinas, y la basura se sacaba en cajones que mamá nos mandaba corriendo a recuperar cuando pasaban los municipales.

Mis hermanos jugaban a la pelota en la calle. Una vecina amarga les tajeaba con un cuchillo las pelotas que caían en su jardín. Al anochecer, jugábamos a tocar el timbre y salir corriendo, lo que se terminaba si algún vecino indignado venía a poner las quejas a mi casa.

En vacaciones, íbamos a casas de los primos y ellos nos visitaban. Por eso, tengo muchos recuerdos de jugar en las siestas del verano.

Aunque en casa siempre hubo libros, éramos humildes. Para investigar, íbamos a la casa de la esquina, donde tenían la enciclopedia “Lo sé todo” y nos la prestaban. Nosotros teníamos Billiken y Anteojito, eran nuestro Google de la infancia.

En Navidad, mi papá hacía serenatas por las casas. Con el estribillo “No sé si te molesto con esta serenata/con esta serenata no sé si te molesto”.

Los vecinos nos hacían pasar a tomar clericó y se sumaban al coro vecinal. Por supuesto que las últimas canciones de la cuadra eran ya tardías, los compadres iban algo ‘empinados’ porque el clericó se preparaba con fruta y vino y además, ya éramos un montón cantando en la calle.

Una vez, en el baldío de la cuadra, armamos con ramas los muñecos de San Pedro y San Pablo y les prendimos fuego por la noche.

En la vereda de mi casa estaba el teléfono público del barrio y habíamos encontrado el secreto de llamar sin monedas. El micro pasaba por la calle Mitre, justo enfrente de casa. Y los días del Niño hacíamos gratis el recorrido completo.

A la vuelta estaba el almacén de la Bidú. Enfrente, Don Chicho, el verdulero. La amiga de mi mamá, Gringa, vivía al fondo de un pasillo. Nosotros le decíamos “la señora Gringa”. Y el Carinchola, amigo de mis hermanos, era muy flaco y se le marcaban las costillas. En su patio había una hamaca en la que me gustaba columpiarme.

En casa teníamos televisor. Papá se prendía con Tato Bores y no se podía ni chistar. Nosotros veíamos El Capitán Piluso. Mi padre lloró cuando vimos al hombre pisar la Luna (20 de julio de 1969) y salió a mirar el cielo. Dijo que nunca había pensado que iba a ser contemporáneo de un acontecimiento así.

En las sobremesas familiares, mi papá nos hacía contar historias sin decir “entonces”. Siempre perdíamos. Nos divertíamos con ese juego.

Íbamos a la escuela Nicolás Avellaneda. La directora se llamaba Severa. ¡Qué nombre! ¡Y le hacía honor! Desde mi altura, la veía siempre laaarga y espigada, muy delgada, que aumentaba su estatura con unos tacos taco aguja y un enorme rodete negro que le coronaba la cabeza. Era muy estricta.

Una vez nos visitó el gobernador (Francisco J.) Gabrielli y dejó de regalo a la escuela un enorme macetón blanco con una planta, que mi hermano mayor rompió con un compañero corriendo en un recreo y fueron expuestos al “sermón directorial” ante toda la escuela.

Yo tomaba clases de declamación en una casa cercana. Recitaba los poemas en todos los encuentros familiares. Aunque me enseñaban poesías infantiles, recitaba Lorca, La Profecía, de Rafael de León, Reír llorando y otros tantos poemas que leía en las antologías de mi casa.

Los domingos, que casi siempre se compartía el almuerzo con tíos y primos, la sobremesa esperaba mis actuaciones y luego papá me decía que pasara la alcancía. Era el típico chanchito y mis tíos depositaban monedas y billetes. Sin saberlo, ya hacía “teatro a la gorra”. Después se jugaba al Scrabble durante toda la tarde.

También hacíamos títeres usando como teatrillo el hueco de la silla de madera que cubríamos con alguna tela. Eran unos pocos muñecos, entre los que recuerdo un “Popeye”. Participaba en todos los actos escolares. Recuerdo un acto del 20 de Junio. Estaba en segundo grado. Fui la locutora. Anunciaba el Himno y dejaba el micrófono para ubicarme en el coro. Llamaba a la maestra para leer su discurso. Luego se bailaba una danza folclórica y me colocaba el traje y salía a bailar el gato.

Y de remate: “Ahora, la alumna Alicia Casares nos leerá un poema escrito por ella al general Manuel Belgrano”. Y yo misma leía el poema. Vivía repartida en un mundo de ficción y otro real. Leía mucho. Imaginaba historias. Era soñadora. Lo sigo siendo. Y todos creían que iba a ser escritora. Creo que tengo una deuda con eso.

Nos mudábamos seguido. Creo que por razones de dinero. Por eso los barrios cambiaban de fisonomía, aunque caminando o en micro trataban de no cambiarnos de escuela.

Era buena en lengua y en las redacciones. Mis hermanos me daban alguna recompensa si yo les escribía las “composiciones”. En séptimo grado, la escuela me envió a la beca Adolfo Calle de diario Los Andes. No gané. Terminé mi primaria en la escuela Rafael Obligado.

El teatro me atrapó en la escuela secundaria. De la mano de Luisa Gámez, debuté a los 14 años, pero ya vivía en Dorrego y es parte de otro relato.

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