Por Leonardo Rearte - Editor del suplemento Cultura y de la sección Espectáculos
No entiendo esa expresión acerca de que del ridículo no se vuelve. Conozco muchos que no solo volvieron, sino que usaron la “estupidez” como plataforma de despegue para un carrera de “éxito” relacionada a las meteduras de patas, la construcción de una imagen de tibia torpeza y una vida dedicada enteramente a la “espontaneidad” como gran valor.
¿Ejemplos? Desde las inofensivas y simpáticas caídas de Marley (que ahora se deja fotografiar mientras le ponen una inyección en la nalga derecha) hasta el colorido dinosaurio (¿vivo?) de Susana, pasando por políticos que analizan retornar a las candidaturas tras haber prometido revoluciones industriales que no tuvieron nada de revolución y mucho menos de industrial.
Como alguien ya dijo: para qué equivocarse una vez y parecer torpe, si podemos equivocarnos siempre y mostrarnos pintorescos.
Es más, en época de campaña, el “ridículo” puede ser una estrategia de posicionamiento, como ninguna otra, para los políticos.
Desde hace un tiempo a esta parte se dice que la gran batalla en la arena de la comunicación en sentido amplio (y de la política, por supuesto) es la guerra por la “atención” de la audiencia.
Enchufados las 24 horas a internet, desgranados en una vida laboral más compleja que las relaciones de Diwan, y confundidos en un mundo inundado de señales y mensajes... no tenemos tiempo real para escuchar discursos de políticos. Es más, gran parte de la gente no tiene ningún interés en prestarle al oído... a alguien que no sabe si se lo va a devolver.
En serio, la política tal como está presentada, aburre. Será porque ellos tienen problemas muy distintos a los tuyos (se podría simplificar con que la obsesión de la política es el poder... y la tuya, poder comer). Será por aquello de que un político es aquel que con su respuesta te hace olvidar cuál era la pregunta. Será porque hablan otro idioma.
Es más, parece que vivieran en otro país. Incluso, en otra dimensión. Por lo que sea, pero nuestra venganza, como ciudadanos, pareciera ser no prestarles nada de atención. Les damos la espalda. No sabemos cómo se llaman. En qué partido están (ahora). Qué estrategia tramaron para captar nuestros votos.
Entonces, los candidatos, para llamar la atención, en esta guerra del “hey, hey, aquí estoy”, apelan, entre otras estratagemas, al ridículo. Seguramente usted se estará acordando de Walter Wayar (de hecho, como no me acordaba su nombre, googleé “ridículo intendente” y apareció primero).
Al candidato a intendente de Salta lo hemos visto bailar (siendo generosos en el alcance del término “bailar”) en un reciente spot de campaña. Se bambolea al ritmo de la conocida melodía “Vuela, vuela”, pero con la letra modificada (“Wayar, Wayar”). Sí, como en los spots de las elecciones de colegios como el Universitario Central. Y con la estética de un youtuber o del Dubsmash (la app donde la gente imita a Moria o Nazarena).
El salteño danzante es apenas un ejemplo, y quizá el más naif de todos... El problema es que ellos no son chicos divirtiéndose ni actores amateurs. Son políticos. Van a manejar fondos y tiempos públicos. No se candidatean para el Bailando (aunque más de uno agarraría viaje en un pestañeo). Y además, no saben que hacer el ridículo engloba mucho más que bailar como si hubiesen sufrido una dislocación de los miembros superiores.
También es ridículo cambiar de partido como de fondo de pantalla de la compu. O hacer creer que ellos son “lo nuevo”, cuando la sábana de su boleta tapa varios tomuers.
¿No habrá llegado la hora de donar nuestra ansiada atención, esa que tanto escasea, a los más calladitos, a los más honestos, a los más estudiosos? Si total ya probamos con los cancheros, los estrictos, los chorros, y los ridículos. Fijémosnos cómo nos va con los que saben que del ridículo sí se vuelve, pero que tampoco les interesa dar ese paso. Porque el tema no es que vuelvas. El tema es cómo.