Roberto Gargarella, jurista crítico, sostuvo recientemente que "los economistas" no deben poner límites a las demandas de los ciudadanos que reclaman por sus derechos. Para evitarlo, propone una ampliación de la participación democrática, que obligue a los funcionarios "economistas" a aflojar la bolsa del Estado.
Falta la otra dimensión del problema: la escasez de los recursos del Estado argentino que, además de ser muy caro, tiene problemas para recaudar todo lo que se propone.
Una de las causas fue señalada por el historiador J.A. Sánchez Román, quien en su libro "Los argentinos y los impuestos" trata de explicar la convicción -asombrosa para un europeo- con que los argentinos eluden el cumplimiento de sus obligaciones fiscales.
"Del Estado todo; al fisco nada" es una doble convicción ciudadana; puede parecer contradictoria, pero así está instalada y es muy difícil de modificar.
Desde el retorno democrático, el reclamo por los derechos ha aumentado en diversidad e intensidad. Luego de la experiencia de la dictadura, arraigó en la ciudadanía la convicción de que el Estado llevaba acumulada una deuda infinita con la sociedad. Generosos constituyentes y legisladores poco prudentes dieron estatus legal a la mayoría de sus reclamos, tan justos como onerosos, sin pensar demasiado sobre los recursos fiscales necesarios para solventarlos.
El grupo originario de derechos y libertades incluidos en la Constitución de 1853, enormemente significativos en lo político e institucional, no suponían mayores erogaciones. En cambio los derechos sociales, que empezaron a abrirse paso a fines del siglo XIX y fueron masivamente constitucionalizados durante el primer gobierno peronista, implicaban compromisos fiscales fuertes, aunque no compulsivos. Así, hubo planes estatales de vivienda, pero cada gobierno los desarrolló de acuerdo con sus posibilidades.
Desde 1983, el renovado y laudable impulso ciudadano incluyó una interpretación de estos derechos en clave más concreta e imperiosa. En el caso de la vivienda sirvió incluso de ejemplo para alegar en favor de las ocupaciones e intrusiones, justificadas por jueces que remitían a la obligación constitucional, o incluso al derecho natural.
Gradualmente se sumaron los llamados "nuevos derechos", sostenidos por grupos muy activos y convincentes. Pero el cuadro no quedaría completo si no se suman otros, menos claros pero más costosos, surgidos de prebendas y subsidios excepcionales concedidos a grupos o sectores particulares, que con el paso del tiempo se convirtieron en derechos establecidos e irrenunciables.
Salvo en el caso de estos últimos, no se discute el principio, sino la imprevisión acerca de las posibilidades del Estado para solventar todo simultáneamente. Pero sobre todo asombra una suerte de esquizofrenia ciudadana: muchos de los que reclaman son, a la vez, malos contribuyentes fiscales.
Engañar al fisco es un rasgo arraigado en la cultura media. Quizá porque es fácil. Quizá porque el Estado se ha ganado una fama de exactor desmedido, derrochador compulsivo y distribuidor poco equitativo. Quizá porque, más en general, se cree que el cumplimiento de la ley es opcional y sujeto a la opinión de cada uno.
En suma, porque en el siglo XX -eso sostiene Sánchez Román- la ciudadanía fue asumiendo con intensidad el capítulo de sus derechos pero se preocupó poco por el de las obligaciones fiscales, que son parte esencial del contrato político.
No es fácil modificar hábitos convertidos en valores. Más factible es comenzar por aquellas reformas en el Estado que, por diversos caminos, desalienten esta tendencia transgresora y refuercen el sentido de la dimensión fiscal de la ciudadanía.
Creo que el gobierno actual está encarando esta tarea de transición, de objetivos tan acotados como dificultosos.
El gobierno está eliminando la gran corrupción; pero cada paso contra una mafia instalada saca a la luz otra, en connivencia con algún sector de la administración. Para ganar en eficiencia y reducir los costos, el gobierno se propone reducir la "grasa" estatal y fortalecer el "músculo"; pero no puede reducir el número de empleados o subsidiados mientras el mercado laboral no les ofrezca una alternativa.
El gobierno impulsa la transparencia, pero son pocos los ciudadanos que soportarían una revisión integral hecha por la AFIP. El gobierno se propone mejorar los procesos de gestión y de control, pero choca con la resistencia de quienes están acostumbrados a hacer las cosas de una determinada manera. El gobierno quiere tener una burocracia capaz y meritocrática, pero no es fácil erradicar la tradición del uso clientelar del empleo público.
Estas reformas instrumentales son la condición para la discusión de cuestiones más trascendentes: las que se refieren al "para qué" del Estado.
Derechos y obligaciones hacen al tipo de ciudadanía y, más en general, a las relaciones que, en una sociedad capitalista, existen entre el Estado, el mercado y la sociedad. Hace cuarenta años, el estancamiento económico y la crisis fiscal impulsaron en el mundo las reformas neoliberales.
Apuntaban a "liberar al tigre empresarial", encerrado en la jaula del Estado dirigista y benefactor, para que recuperara potencia y capacidad de generar riqueza.
Hubo mayor crecimiento, pero también aumentaron vertiginosamente la desigualdad, la pobreza y la desprotección de vastos sectores abandonados por el Estado. Desde entonces se debate sobre cómo reconstruir una nueva jaula estatal, más amplia, que sin reducir la energía del tigre, proteja la equidad, estimule la igualdad y reconstruya el vínculo solidario que cimenta la obligación fiscal.
En la Argentina, los gobiernos populistas, en sus versiones neoliberal y estatista, le han dado a la discusión matices específicos. El Estado gasta lo que tiene y lo que no tiene, para asegurar el apoyo popular en las elecciones y subvencionar a empresarios prebendarios. En rigor, Estado y mercado están desdibujados, superpuestos y asociados por los vicios. No es de extrañar la falta de compromiso fiscal de sus ciudadanos, y el poco interés en discutir cuestiones de fondo.
¿Qué parte puede tomar el Estado de los ingresos de unos para satisfacer las necesidades básicas de todos? ¿Qué conviene promover para que, a la larga, se beneficie la mayoría? Las dos preguntas forman parte de un debate más general sobre el Estado, el mercado, los derechos y la solidaridad.
No está mal comenzar pronto, y el gobierno podría promoverlo. Pero primero debemos estar seguros de disponer de la información necesaria, el consejo técnico adecuado, la capacidad de las agencias estatales y, también, una mínima reconciliación entre el ciudadano con derechos y el contribuyente con obligaciones.