Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
Richard Wagner creó un mundo de mitos heroicos. En su Tetralogía "El anillo del nibelungo" estaban Wotan y otros viejos dioses, corruptos y decadentes, y también Alberico, el nibelungo que para tener riqueza y poder robó el oro del Rin y lo escondió en las profundidades de la tierra. También estaba Sigfrido, el héroe redentor que liberaría a los hombres de la tutela divina, y Brunilda, la exitosa valquiria que renunció a su divinidad para acompañarlo.
Wagner compuso sus óperas en un país y una época románticos, que expresaron sus experiencias y sus proyectos a través de mitos, recién fabricados pero revestidos con una pátina de antigüedad. Muchos de ellos expusieron una concepción política maniquea, popular y antiliberal, que glorificaba al héroe liberador.
El kirchnerismo vivió envueltos en Wagner. En lo práctico, imitaron a Alberico. En su relato quisieron ser Sigfrido y Brunilda; en lugar del dragón, los oscuros nibelungos o los viejos dioses, ellos enfrentaban los poderes externos, las corporaciones empresarias, los grandes medios, o cualquier modesto enemigo de turno.
Este relato wagneriano se sustentó en un hallazgo notable: la posibilidad de unir dos discursos, cada uno muy eficaz en lo suyo, que como el poxipol, al mezclarse se potenciaban. Uno es antiguo y está firmemente instalado en el sentido común: el nacionalismo popular, creado hace mucho por el revisionismo, adoptado por el peronismo después de 1955 y puesto al día en los años setenta. El otro es más reciente pero está hondamente arraigado: el de los derechos humanos, centrados en la experiencia del terrorismo dictatorial.
El primero le venía al kirchnerismo por herencia; del segundo se apropió diestra y sorpresivamente. Los combinó con mucho arte, enlazándolos a través de la "juventud maravillosa", revolucionaria y víctima a la vez. Pero sobrevino el "Göttedämmerung", la caída de los dioses y el derrumbe del Valhalla, o más modestamente, "la Rosadita" y el Mausoleo. Sigfrido y Brunilda finalmente resultaron ser los viejos Wotan y Fricka.
Como en Wagner, esta caída de los dioses debería conducirnos hoy a un país a la medida de los hombres, que no son ni héroes ni villanos y cuyos logros vienen de su propio esfuerzo y no de dádivas divinas o estatales.
Hoy la Argentina trata de ser un país normal y a la vez de rediseñar su rumbo. Ya se advierte que recuperar la normalidad implica una pequeña revolución. En Wagner, el oro robado por el oscuro Alberico volvió a su lugar natural, el Rin, custodiado por las ondinas. No es seguro que logremos lo mismo, aunque hay que intentarlo.
Pero es mucho más importante poner en caja la macroeconomía sin provocar graves trastornos en la cotidianidad microeconómica; recuperar las instituciones y la institucionalidad, sin descartar el uso homeopático de algunos de los poderes discrecionales heredados; reconstruir el Estado, adelgazarlo, desechar el prebendarismo pero potenciar su capacidad para las cosas básicas, como la educación o la seguridad; finalmente, comenzar a achicar la brecha social y hacer más transparente la política.
Lo curioso de nuestra situación es que este programa mínimo y obvio es casi un programa máximo: no solo por lo difícil. Ir más allá requiere de una deliberación social que no me parece posible hasta que el país, que hoy chapalea en el barro, transite por tierra firme.
Estos procesos de cambio usualmente van acompañados de narrativas sociales que explican el sentido de los acontecimientos cotidianos y los enlazan con la meta propuesta. Se trata de narrativas verosímiles y a la vez motivadoras. En una sociedad democrática y abierta se gestan en la vida social y no en el gobierno, quien solo debería ser un actor más en un debate público en el que intervengan todas las voces posibles, expresando sus discrepancias y explicitando así sus acuerdos. De ese trabajo de argumentación y confrontación surgirá una narrativa verosímil, valorativa y motivadora.
En las condiciones actuales, este debate reflejará la enconada oposición entre relatos contradictorios, cuyas diferencias no son tanto lógicas como emotivas y pasionales. En ese terreno el relato épico kirchnerista tiene una solidez acreditada con la que no es fácil competir. No es fácil construir una épica de la normalidad, que genere pasiones similares. La normalidad -una vida sin sobresaltos- es gris y poco emocionante. Los llamados a un cambio revolucionario o a una resistencia heroica son más atractivos, sobre todo si se limitan a lo verbal.
Ponerse a la par del viejo relato es una tarea difícil pero no imposible, sobre todo porque la Argentina, que desde hace cuatro décadas vive en una sostenida decadencia, tuvo un pasado de normalidad, de "aurea mediocritas", que puede servir de apoyo. Aquel era un país con crisis económicas pero casi con pleno empleo. Había pobres pero no pobreza masiva, y para casi todos había expectativas razonables de mejora y ascenso. Era un país con dictaduras militares y conflictos sociales, pero sin la sombra acechante del terrorismo.
Hoy quizá resulte poco emocionante. Pero la vida corriente tiene una épica posible; es la épica cotidiana de los Pérez García, a quienes no les faltaban problemas, de la familia Falcón o de Mafalda, que recordarán los mayores. Para quienes conocieron, aquel país hpy puede movilizar no solo la nostalgia sino la ilusión de recuperarlo.
Esta épica de lo cotidiano la encontró en su madurez Richard Strauss, el músico alemán heredero de Wagner, sus mitos y su heroicidad. En "Una vida de héroe", Strauss contó su vida y sus luchas con una épica de inspiración nietszcheana. Pero después, en su "Sinfonía Doméstica", poetizó los avatares cotidianos de la vida en familia, ritmada por los llantos del niño y las pequeñas querellas conyugales. Otra épica.
Sugiero que tomemos como ejemplo este Strauss final, construyamos una narrativa adecuada para la etapa difícil y sin brillo, que debemos transitar, y dejemos descansar por un tiempo a Wagner y sus mitos heroicos.