Quien recorra la historia económica argentina y analice las causas de las reiteradas y graves crisis sufridas desde el s. XIX hasta ahora, se va a encontrar con los mismos elementos. Los gobiernos gastan más, a veces muchos más, de lo que recaudan, incurren en déficits fiscales y para financiarlos se endeudan. La deuda pública crece, se torna impagable, viene el default y la crisis hace retroceder la economía una década. Muchos (no todos) somos más pobres, hay que volver a empezar a subir una cuesta cada vez más pesada.
Generalmente en una sociedad golpeada, donde cada sector lucha por quedarse con algo de los otros. Triste pero cierto, por eso somos pobres, pudiendo no serlo.
De ahí que hay que prestar la mayor atención posible a la evolución de las cuentas públicas, tanto a nivel nacional como provincial y municipal. Resulta una verdad conocida que quienes votaron a Cambiemos en 2015 lo hicieron, en su mayoría, porque querían terminar con las crisis recurrentes. Querían que terminara el desquicio económico legado por los gobiernos desde el inicio de 2002, el despojo de los ahorros, la mega devaluación y licuación de las deudas de grandes empresas, la brutal caída de los ingresos de la población.
Sin duda el período kirchnerista terminó con una economía quebrada, aunque esto no fuese evidente para muchas personas. Sobre todo quienes vivían, y viven del Estado, adentro o afuera. Pero el país había consumido el capital acumulado, especialmente en la última década del siglo pasado.
Los ejemplos abruman, valga uno increíble por la necedad del gobierno que los produjo. Pasamos de exportador de energía a importador con un gasto (y una corrupción) cuantiosos. Energía importada a altos precios que se proveía a los consumidores a precios “de regalo” (subsidiados), incentivando, irresponsablemente, el consumo y la compra de artefactos eléctricos, con el beneplácito de los proveedores.
Lo mismo ocurría con el gas, el agua, los teléfonos y otros servicios públicos. Era un mundo feliz para algunos. Nos quedamos sin caminos, sin ferrocarriles, el transporte de carga (Moyano mediante) llegó a niveles tales que dejó a las economías más alejadas de los puertos como en los tiempos de la Colonia. La “herencia”, un país en default, fuera del mundo, un juicio monumental (perdido) contra el país en los Tribunales de Nueva York. Se le ha reprochado al gobierno del presidente Macri que no haya explicitado con claridad, sin maquillajes, el estado del país que recibía y los esfuerzos extraordinarios que implicaría ponerlo de pie. Fue un error, pero ya fue y eso es irreversible. Hoy el gobierno tiene que hacer un esfuerzo enorme para convencer que las reformas que deben hacerse para arreglar el desquicio recibido implican sacrificios, que esos sacrificios no hay manera humana de hacerlos iguales, mejor dicho, proporcionales a la capacidad de cada uno. La sociedad, gran parte de ella, se resiste al esfuerzo; los políticos le han dicho desde hace décadas que no es necesario. La escasez y la necesidad no son parte de la cultura argentina; siempre creemos que sobra de todo.
En contexto económico, político y cultural se inscribe la inevitable necesidad de reducir o eliminar el déficit reduciendo el gasto público, bajando la presión fiscal sobre los que pagan y evitando que crezca el endeudamiento. Para ello el gobierno tomó el camino de una política gradual, que “duela poco”, pero de resultado incierto. El gasto público no baja ni en la nación, las provincias y municipios; el déficit y el endeudamiento crecen peligrosamente. Dejemos las entelequias de las relaciones de gasto, déficit, deuda con el PBI para discusión de unos pocos especialistas. Vayamos a un número, la deuda pública a fines de 2015 era U$S 254.000 millones; a fines de 2016 era de U$S 288.000 millones. “Por favor no repitamos los horrores del pasado”, dice Juan C. de Pablo, economista que ha estudiado a fondo este tema.