Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
Lo que debió ser una simple herramienta más para conocer un poco mejor las fortalezas y debilidades de nuestro sistema educativo, se intentó convertir esta semana en una épica batalla cultural debido a la intentona de un grupo político ideológico de boicotear la evaluación educativa que encaró el gobierno nacional.
Una batalla cultural que, paradójicamente, la ganó quien no quiso pelearla, quien no la provocó ni le respondió. Es que a pesar de las reacciones adversas de los sindicatos docentes más la toma de escuelas por parte de algunos alumnos, padres y docentes, la comunidad educativa asistió masivamente a la evaluación y la opinión pública recibió con beneplácito la medida.
No se trató de ningún apoyo al gobierno de turno sino de puro sentido común a favor de conseguir mayor información para mejorar el sistema educativo contra aquellos que quisieron politizar la evaluación, lo cual se dio de traste con la realidad y el sentido común. Es que todos los que se opusieron a la prueba son los defensores de la lógica del viejo Indec. Ese que creía patriótico mentir en las cifras inflacionarias o consideraba estigmatizante medir la cantidad de pobres. Ahora afirman que evaluar el sistema educativo es el primer paso para privatizarlo. Tonterías y falsedades que esconden, bajo razonamientos grandilocuentes y pretenciosos, su único objetivo: el de ocultar los datos porque le son adversos al gobierno al que ellos defienden. Eso y nada más que eso. Antes se enojaban con las pruebas PISA porque eran extranjeras y ahora con las evaluaciones nativas. Se enojarán siempre con cualquier tipo de evaluación porque para ellos la evaluación en sí misma es mala, siempre y en todo lugar, salvo que la hagan ellos y que les dé los resultados que ellos quieren. Indeczados.
Dicen que evaluar es adaptar la lógica escolar a la empresaria cuando de lo que se trata es de intentar una sensata interacción entre el mundo de la educación y del trabajo (que es mucho más que el mundo de la empresa), entre lo que se aprende y lo que requiere la sociedad real de los futuros técnicos o profesionales. Porque el trabajo no sólo lo ofrece la empresa, sino también el Estado, los sindicatos o incluso el mismo sistema educativo, que requiere de nuevos y en lo posible mejores maestros.
Además, la vida no es sólo el trabajo, por lo que la educación no tiene que formar sólo para él. Por eso la evaluación también debe medir lo que se requiere para pensar lógicamente, para interrelacionar, para ser una mejor persona o defender valores éticos y solidarios. Los objetivos que una buena evaluación debe medir no son sólo laborales, sino también intelectuales y conductuales.
Por otro lado, estas evaluaciones no deben ser una mera continuidad de los exámenes normales que se toman en el aula, porque no se trata tanto de medir lo que se sabe en base a lo que se enseña sino la adecuación entre lo que se sabe y lo que se requiere en la vida con la que se deberá enfrentar el alumno cuando salga del sistema educativo. Es tratar de indagar acerca de si lo que el alumno aprende y lo que el maestro enseña está más o menos alejado de lo que requiere la sociedad, la vida, el mundo más allá de la escuela. Porque ésta no debe ser un universo cerrado tal cual quisieran los que rechazan cualquier intromisión externa en el sistema educativo, como si éste fuera un feudo y ellos sus dueños.
Los que quieren hacer de la evaluación una batalla cultural viven llenándose la boca con que este tipo de pruebas no deben ser estandarizadas sino contextualizadas, como si cuando uno después de graduado fuera a rendir un examen laboral o de cualquier otro tipo se lo evaluara según el “contexto” de donde proviene y no según lo que efectivamente sabe para poder aspirar al cargo al que es convocado. Lo que están diciendo sin decir estos batalladores culturales antievaluatorios es que debe haber evaluaciones para pobres y otras para ricos, unas menos exigentes y otras más exigentes en nombre de una hipócrita justicia social educativa. Es una forma de discriminación disfrazada de buenas intenciones. Es como decir que dar el número de pobres estigmatiza a los pobres. Falso de toda falsedad, lo que estigmatiza a los pobres es que sigan siéndolo y ocultarlos es una forma de mantenerlos en la pobreza. Lo mismo pasa con la evaluación. No se estigmatiza a los alumnos haciéndolas, sino no haciéndolas.
Ni siquiera es demasiado lógico eso de prohibir mostrarle a la sociedad qué escuelas o aulas salen mejor o peor, porque estigmatiza a los que salen peor. Una evaluación seria no es para premiar a los que salen mejor sino para detectar las dificultades y comparar en la medida de lo posible a los que les va mejor con los que les va peor para ver en qué medida unos pueden ayudar a los otros.
En la primera prueba de evaluación censal que se hizo en Mendoza dos décadas atrás, las escuelas que resultaron al tope de la medición fueron dos urbano-marginales, demostrando que en gran medida no es la condición económica-social la que determina los resultados, sino el compromiso, el afecto y la vocación de los docentes.
En la Cuba de Fidel Castro a los chicos que rinden la prueba Unesco de evaluación internacional les ponen una escarapela y les dicen que van a defender el honor de su patria. Y en esas pruebas los cubanos casi siempre salen primeros, a pesar de que sean estandarizadas y no contextuales.
Los batalladores culturales dicen que preguntarle al alumno sobre cómo enseñan los maestros, si escuchan cuando enseñan o si se enojan, son preguntas policíacas, cuando hoy es práctica usual que los alumnos evalúen a sus profesores en todos lados. Pero los batalladores no quieren que nadie, ni los alumnos ni la sociedad, opinen, porque para ellos la escuela es mía, mía, mía. Y de nadie más.
Creer que una evaluación sirve para privatizar es ignorar o fingir ignorar que la última década fue aquella en la que más se privatizó la educación pública en la Argentina desde la sanción de la ley 1.420 en el siglo XIX, debido al éxodo de alumnos de las escuelas públicas a privadas, incluso los no demasiado pudientes. Y ese desastre lo logró un gobierno de ideología estatista, pero que dejó las escuelas estatales a la buena de Dios. Y ahora son los defensores de ese desbarajuste lo que juzgan indebida la evaluación, queriendo provocar una batalla cultural que sólo existe en su imaginación.
En fin, que mostrar los resultados educativos no es estigmatizar. Mostrar la pobreza no es estigmatizar. Mostrar la inflación no es estar contra la patria. Al revés, no mostrarlos es la mejor manera de seguir con malos resultados educativos, más pobreza y más inflación.