Dedos sobre un Dalí

Tercera entrega de la serie "10 cuentos mendocinos inéditos" que publica Los Andes cada domingo. Esta vez, un relato de Pablo Colombi.

Dedos sobre un Dalí
Dedos sobre un Dalí

Si la pintura no te ama, todo tu amor por ella será inútil. La frase de Salvador Dalí resume el lamento de mi vida. La que dediqué a estudiarlo con cuerpo y alma hasta arañar el secreto subterráneo de sus colores y delirios. Y por esa diabólica devoción por Dalí, mi posibilidad de estar ante su discutida miniatura, la llamada Dama Azul, apuró mi corazón de un modo místico. Porque yo, no sabiendo en absoluto pintar, acaso podría dirimir ante la posteridad si aquel tesoro resultaba suyo.

Nos habían autorizado a visitar el Museo de Ocaranza. Un rojizo pueblito del Ayuntamiento de Noguera. Allí destellaba una pinacoteca, herencia del terrateniente del lugar. Éramos un grupo de expertos sin prestigio en realidad, en viaje de perfeccionamiento con limosnas gubernamentales. Desde Ocaranza nos habían adelantado incluso que, por una restauración de techos, el Museo continuaba sin alarmas de seguridad. Esas que avisan de alguien a punto de tocar las pinturas. Sin embargo nos abrirían las puertas de la pinacoteca completa, donde pendía la Dama Azul de Dalí, aunque sin su firma para gran desconcierto de los eruditos. Muchos, por eso, atribuían la pieza a imitadores. La visita entusiasmó mi ánimo como un desafío supremo, porque soñé que yo mismo conseguía aclarar el dilema, consagrándome en el tema.

No hay caso. Amo la pintura y sin embargo son estériles mis manos con un pincel bendecido de colores. Solo existen para mí los libros, donde alimenté mi amor por ella. Y en mis libros seguí sumergido aquella noche, pues avisaron que la visita al Museo de Ocaranza se postergaba hasta la tarde del siguiente día. El resto de quienes viajaban conmigo organizó de inmediato una salida nocturna. Ya no había que madrugar. Leí hasta que regresaron al hotel, aullando como idiotas.

Por la mañana, una de estridente luz, salí a buscar alguna librería. Estaba pagando yo una lupa potente para atacar cada detalle en la Dama Azul de la tarde cuando, demasiado temprano, asomó por el negocio una de las trasnochadas compañeras de mi viaje. Llevó pomos de colores, pinceles de pelambre dispar. Algo más quizá. En resumen, odié a mi compañera porque, siendo una opinante como el resto de nosotros, tenía la audacia de echarse a pintar por su cuenta en esa mañana de espera. Le volví mi espalda y dije entre dientes saboreando el veneno: si la pintura no te ama, todo tu amor por ella será inútil.

El Museo de Ocaranza olía a santuario. El frío lo hacía más solemne. El silencio reforzaba la fe en el arte como último refugio de lo humano. Lloré sin lágrimas y escuché emocionado acerca de tantos lujos en habitaciones de techos podridos. A falta de alarmas, casi podíamos acariciar las obras: Sorolla, Camilo Corot, Lorenzo Lotto. Todo muy nutrido y valioso. Y por último, la Dama Azul. Me zumbaron los oídos. En cambio, mis compañeros esquivaron el cuadro como cosa ya sentenciada. La obra, carente de firma, era de cualquiera, o de todos. Sonrieron con desprecio.

Finalizado el recorrido, quien nos había servido de guía se atrevió a liberarnos por las habitaciones. Así pudimos recorrer de nuevo el Museo por el rumbo que más nos pintara. Para disimular mis ansiedades, enderecé hacia la Dama Azul por el camino más largo. Iba demorándome en cuadros que nunca llegaba a ver. Iba como un ladrón en la noche.

La miniatura aguardaba pacífica para mí. Me detuve hechizado ante el enigma. Dalí, sin dudas, había asentado su genio sobre el lienzo, y la expresividad de su locura rebasaba las fronteras del lenguaje pictórico. Yo venía a arrancarle pruebas de autenticidad a cualquier precio. Toda la sangre en mi cabeza apuntaba al triunfo. Tomé la lupa y arrimé el fervor de mi experiencia. Ansioso, rocé la tela. ¿Alguien pasó sus dedos sobre una torta apenas traída a la mesa? Aparté mis nudillos, sucios con pintura fresca. Varias líneas de la miniatura estaban borroneadas. Sentí el peso de haber arruinado el Dalí. ¿Un Dalí? La obra seguía magnífica a pesar de mi torpeza. Razoné aprisa. ¿Un Dalí recién pintado? Sospeché una viveza. Un malabarismo. Algo veloz y sin alarmas. El reemplazo de la miniatura. Por esta otra, terminada en el correr del día. A solas aplaudí a la talentosa falsificadora y la envidié hasta la admiración. Si la pintura en efecto te ama… Mi compañera, la de aquellos pomos y pinceles de la mañana, andaba aún por el Museo. La Dama Azul, acurrucada en su mochila, vaya a saber uno dónde terminó colgada.

Perfil

Pablo Colombi (Mendoza, 1962) recibió de manos de Bioy Casares el premio de narrativa breve Cacheuta de la SADE, en 1994. Ganó en tres ocasiones el certamen de cuentos Dr. Ruiz Díaz, organizado por la UNCuyo, y el concurso de narrativa De la Viña Nueva (1995) de la Subsecretaría de Cultura de Mendoza.

Ha publicado las colecciones de cuentos Los labios de mi africana (1997, Premio Fondo Nacional de las Artes), Todas las moscas del mundo (2005, Premio Vendimia), Cuatro escenas de la Providencia (2007, Premio Ciudad de Mendoza) y La guerra donde seremos soldados (2015, Premio Vendimia).

En Buenos Aires obtuvo un segundo premio de la Fundación Victoria Ocampo con Feo, católico y sentimental, libro inédito de cuentos. Y en Madrid, durante 2007, ganó un cuarto premio en el certamen internacional de narrativa breve Hucha de Oro, con más de tres mil participantes. Y en 2011 consiguió el primer lugar en el Nacional de cuentos del INTA.

Ha colaborado, como cuentista, en Los Andes y El Sol, El Litoral (Santa Fe) y Síntesis (Puebla, México). Fue becario del Centro de Estudios Leopardianos, en Recanati, Italia. Trabaja en el Instituto de Literaturas Modernas, Filosofía y Letras, UNCuyo.

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