Hace no mucho tiempo le pregunté a un buen amigo mío -uno de los hombres más inteligentes que conozco- si pensaba que sus hijos vivirían en un país más próspero o, al menos, si tendrían la misma abundancia de oportunidades que él tuvo. Su respuesta fue instantánea e inequívoca: “No”. “¿Cómo te reconcilias con eso?”, le pregunté. Él se alzó de hombros, rio amargamente y respondió: “Espero dejarles un montón de dinero”.
El sueño americano, versión 2014: como las ardillas, guarde nueces para un mañana de vacas flacas. Lo peor aún está por venir así que hay que asegurarnos si es que somos de los pocos afortunados que pueden hacerlo.
Recordé esta conversación la semana pasada, al leer sobre una proyección, realizada por una oficina del Banco Mundial, de que la economía china podría superar a la estadounidense para fines de este año, lo que pondría fin a nuestro reinado más que centenario. ¡Qué buena racha tuvimos! Fue sensacional mientras duró.
Pero probablemente durará más que unos cuantos meses. Esa proyección se basó en cifras disputadas. Estos asuntos no son claros y definidos. Pero la caída al segundo lugar, no obstante, parece inevitable, sobre todo porque la mayoría de los estadounidenses piensa que ya ocurrió.
Desde hace seis meses, cuando las encuestas Gallup preguntan qué país tiene “el principal poder económico del mundo”, la respuesta mayoritaria es China, no Estados Unidos. Este año, la diferencia fue de 52 a 31 por ciento. Menos de 1 de cada 3 estadounidenses considera a su país en la cima, pese a que, de hecho, ahí está.
Cada vez tengo más la sensación de que ya lo perdimos, y cuando digo “lo” me refiero al optimismo que siempre fue la sangre vital de este luminoso experimento, la ambición que ha sido sus cimientos, la firmeza y arrogancia que nos han hecho ser tan envidiados, imitados y vilipendiados.
Nos sentimos apocados. Y ese cambio en nuestro modo de andar y de pensar ha sido palpable desde hace años, durante un período de frustración inusualmente sostenido que da la impresión de ser algo más que un tropiezo temporal: una esquina doblada, la trayectoria descendente de una empresa disminuida.
En un extenso memorando que publicó un político el año pasado, el estratega demócrata Doug Sosnik evaluó lo que llama “un decenio de rabia y desafecto”, observando que durante diez años consecutivos, según encuestas de NBC News y The Wall Street Journal, el porcentaje de estadounidenses que piensan que el país va por mal camino ha excedido a los que consideran que va por buen camino. Eso es un cambio en el carácter mismo del país. “En la base de la rabia y el alejamiento de los estadounidenses está la creencia de que ya no se puede alcanzar el sueño americano”, señaló Sosnik. “Por primera vez en la historia de nuestro país, hay más movilidad social en Europa que en Estados Unidos”.
Estamos rezagados y somos holgazanes y a dondequiera que volteemos aumentan las evidencias. Los niños en la escuela no están ni siquiera cerca de los primeros lugares en el mundo y los adultos, según un estudio reciente, carecen de los conocimientos técnicos que tienen los adultos en muchos otros países desarrollados.
En Estados Unidos, los puentes se están desmoronando, los trenes avanzan a paso de caracol, los aviones despegan de terminales que palidecen en comparación con los aeropuertos asiáticos y europeos. Joe Biden lo reconoció cuando comparó el aeropuerto La Guardia con un país del Tercer Mundo. Yo he estado en La Guardia y he estado en Guatemala; y si fuera Guatemala, lo demandaría por difamación.
Ya casi no construimos grandes obras. Solo hablamos de construirlas y generalmente decidimos abstenernos o esperar, ya sea que se trate del tren de alta velocidad en California o de otro túnel entre Nueva Jersey y Nueva York. Y aunque cada una de estas obras postergadas tiene una razón, la suma de todas ellas tiene un inconfundible sabor a derrota. Somos tentativos y tímidos.
Mis colegas del Times David Leonhardt y Kevin Quealy recientemente reportaron que la clase media estadounidense, que por mucho tiempo fue la más rica del mundo, ya no lo era. Canadá nos superó.
Mi colega del Times Nicholas Kristof escribió sobre el lugar de Estados Unidos en el “índice de progreso social”, que estudia a 132 países. Somos el número 39 en educación, el 34 en acceso a agua y servicios sanitarios - ¡agua y servicios sanitarios! - y el 16 en general, solo dos lugares por encima de Eslovenia.
Y mi colega Maureen Dowd se asombra de las “expectativas reducidas” y la “pasividad truculenta” de la presidencia de Barack Obama, que podrían ser un reflejo cristalino del país mismo, debidamente puesto en su lugar y misteriosamente fatalista.
Estas tres historias son hilos de un mismo tapiz, un panorama desvaído de las posibilidades estadounidenses. Desdeñamos al gobierno federal. Desconfiamos de las intervenciones en el extranjero. El índice de fertilidad es bajo. Y la televisión pasó de “Sex and the City”, con su estribillo de cuento de hadas y sus colores pastel a “Girls”, con su número infinito de tonos de gris.
Mi amigo no es el único que se preocupa por sus hijos. La encuesta Heartland Monitor, realizada por National Journal y Allstate en setiembre pasado, mostró que solo 20 por ciento de estadounidenses esperan que los niños de hoy tengan más oportunidades que sus padres de salir adelante, mientras que 45 por ciento piensa que tendrán menos. Éste es el hallazgo más descorazonador desde que la encuesta abordó esta pregunta en 2009.
Coincidió con una discusión sobre si estamos en estado de rendición, que se ha intensificado. “Otrora nación de omnívoros y carnívoros competidores, Estados Unidos podría estar volviéndose más dócil: un país de herbívoros que pastan satisfechos”, advirtió el sociólogo Joel Kotkin en The Daily Beast en noviembre de 2013. Miren nuestra trayectoria: de leones a corderos. Lo cual podría no ser tan malo. Menor resolución podría significar menos esfuerzos excesivos. Menos confianza podría significar menos arrogancia. Y el dinero no lo es todo.
Empero, me preocupo. ¿Una nación que por tanto tiempo estuvo definida por su fe en una frontera expansiva puede aceptar límites tan fácilmente? Si nos convencemos de que el pastel ya no va a crecer, ¿nuestros políticos degenerarán en una disputa interminable por las rebanadas? ¿No es el pesimismo una profecía que se cumple a sí misma?
A principios de año, ante un discurso sobre el estado de la unión notable por la modestia de la agenda del presidente, su asesor David Axelrod hizo burla de la voluntariosa (y a veces chiflada) euforia de la época de Reagan, al decirle a Michael Shear, del Times: “Pienso que pretender que vivimos un ‘amanecer en Estados Unidos’ es una mala interpretación de los tiempos.”
Quizá. Pero tampoco nos conviene conformarnos con el atardecer.