Es innegable que luego del serio deterioro de la autoridad política producido al final de la crisis de 2001, la mayoría de la población reclamaba la restauración de la capacidad de gobierno, en particular de la figura presidencial.
El corto período del gobierno de Eduardo Duhalde logró a medias tal propósito y las características de la elección presidencial de 2003 no fueron precisamente las mejores para ese fin. Néstor Kirchner obtuvo poco más del 20% de los votos, perdiendo frente a Carlos Menem que renunció a disputar la segunda vuelta.
Sin embargo, el presidente Kirchner restableció rápidamente el poder presidencial, en un contexto en que tanto la opinión pública como la oposición facilitaron las cosas, aunque lo hicieron sin mayor apego a las formas institucionales.
Desde el arranque primó un estilo autoritario, atropellador, poco afecto a las consideraciones formales, a la búsqueda de amplios consensos. Quizás institucionalmente el hecho positivo más destacado haya sido la remoción de la mayoría de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, designando jueces cuya independencia se ha transformado en el único muro de contención del derrumbe institucional.
En 2007, la imposición de su esposa como candidata a sucederlo no era precisamente un modelo de fortalecimiento de la democracia republicana. Aún así, cabe recordar que Cristina Fernández en la campaña electoral prometió fortalecer la institucionalidad. No es necesario decir que ocurrió lo contrario; ejemplos sobran.
El sometimiento económico de las provincias ha tornado el federalismo en una caricatura. La división de poderes es inexistente. El Congreso con mayoría propia y de aliados ha convalidado todas las decisiones del Ejecutivo, salvo la famosa Resolución 125/08. Una parte considerable de la Justicia Federal y no pocas provinciales, responde a los designios del poder central. Ahora la sanción de las leyes de la denominada “democratización de la Justicia”, puede ser el golpe final a la independencia del Poder Judicial.
La Ley de Medios se hizo para avasallar a la prensa independiente; simultáneamente, el Gobierno -usando ingentes recursos públicos- ha montado un gigantesco aparato de propaganda, propio de gobiernos totalitarios. Agencias estatales como la AFIP, Aduana y Servicios de Inteligencia han sido organizados para investigar, intimidar y perseguir a quienes cuestionan al gobierno.
En el orden internacional, la crítica constante a los países desarrollados, especialmente EEUU y Europa, y las alianzas con los enemigos de esos países, nos ha llevado al más absoluto descrédito y aislamiento en el mundo.
Contando el Estado con la mayor cantidad de recursos económicos de la historia, no ha logrado mejorar la educación pública primaria y secundaria. Por el contrario, han retrocedido en tan crucial cuestión. Parte de la universidades estatales están colonizadas políticamente y su nivel académico se mide por la adhesión al gobierno. La cultura se ha reducido a un conjunto de aduladores bien pagos, más allá de sus mejores o peores valores artísticos.
Tampoco esos ingentes recursos del Estado han servido para reducir el delito; por el contrario, la inseguridad aterra a gran parte de la población. El estilo de gobierno más que autoritario, ha fracturado peligrosamente a la sociedad; el rencor y desprecio van siendo moneda corriente.
Lo más triste de todo es que esto ocurre cuando las condiciones políticas y económicas han registrado uno de los períodos más extensos favorables al país y al continente. Basta mencionar la conocida situación de los términos de intercambio internacionales.
Felizmente, más allá de todo lo malo que está ocurriendo, una parte creciente de la sociedad percibe claramente que sus libertades civiles y políticas se han reducido peligrosamente y ha decidido expresarlo públicamente, pacífica y democráticamente, con dignidad y sin temores, por las calles de la República.