La reforma de la Constitución de 1994 introdujo una serie de modificaciones a nuestro sistema electoral que luego se fueron plasmando en algunas leyes. Otras fueron sancionadas como “avances” en cuanto a garantizar la mayor participación popular y transparencia, con la buena intención de mejorar el sistema institucional. Algunas disposiciones, fruto de acuerdo entre los ex presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem, aún son incomprensibles, como la de una mayoría absoluta en el balotaje con 45%.
No obstante, luego salieron otras leyes, como las PASO que eran una forma de obligar a los partidos políticos a abrirse. Esto chocó con el temor de los dirigentes a esa apertura porque no están demasiado acostumbrados a que la participación popular supere a los acuerdos de cúpula. Por eso casi todos los partidos presentan una sola lista, alterando el espíritu de las primarias. Por ende las diferencias se arreglan antes y las PASO dejan de tener el valor que se les quiso dar. Al hacerlas obligatorias también se introdujo una contradicción, ya que las elecciones en las que compiten candidaturas internas deberían ser de participación optativa.
La última innovación fue una ley que estableció la obligatoriedad de los debates públicos entre los distintos candidatos a Presidente. Según la norma serán dos debates antes de las elecciones generales y, si hubiera segunda vuelta, otro debate entre los que la disputen. El problema de estos debates es también el carácter obligatorio que la ley impone ya que al ser una norma de orden público no puede ser eludida por ningún candidato.
En la situación actual de Argentina, con una grave crisis política, derivada en una severa crisis económica, el resultado de las PASO arrojó un volumen de votos muy contundente a favor del candidato opositor Alberto Fernández, el cual hizo algunas declaraciones que hicieron temblar un sistema económico muy debilitado y se generó una fuerte devaluación y una desconfianza acerca del pago de las obligaciones del país. Esto produjo una fuerte salida de capitales y obligó al gobierno a establecer un sistema de control de cambios, a proponer una reprogramación de los vencimientos de deuda de corto plazo y a buscar una negociación amigable para reprogramar las deudas de los títulos con vencimiento a mediano y largo plazo.
En medio de este panorama, ningún acreedor quiere hablar con el gobierno actual y prefieren esperar el resultado de las elecciones de octubre. En el medio se genera un panorama de alta incertidumbre sobre la posible marcha de la economía, acerca de la cual no se pronuncia ni el actual gobierno ni los opositores, aunque la mayoría cree que será ineludible un duro ajuste en los gastos del Estado, algo que no es conveniente decir en periodo electoral.
En esta situación, donde hay un gobierno golpeado por el resultado de las PASO y un opositor que parece proyectarse para triunfar, aparece la obligación de hacer dos debates públicos y es aquí donde conviene analizar la conveniencia de los mismos. Es que más allá del aporte a la transparencia la ley tiene una gran rigidez que no permite encontrar otra forma y es que un debate, en las circunstancias actuales, podría complicar la ya debilitada gobernabilidad de la República si no se lo hace con razonabilidad.
Alberto Fernández ha dicho que en las actuales condiciones del país un debate no sería conveniente, pero que siendo una ley, él la respetará. Estas palabras reflejan un temor a que las cosas que se digan puedan complicar el tránsito hasta las elecciones por su repercusión en los mercados y obliguen a una retirada acelerada del gobierno. El candidato opositor no quiere que esto ocurra porque prefiere, si le toca, hacerse cargo de un país tranquilo y no de un caos.
Es probable que, hacia el futuro, haya que respetar ciertos institutos ya que la joven democracia argentina requiere de mucho cuidado y no se pueden forzar situaciones propias de democracias maduras. Ahora habrá que esperar que los que debatan lo hagan en términos sensatos a pesar de estar compitiendo.