En el primer cuarto del siglo XXI se continúan cometiendo los mismos aberrantes errores que en épocas milenarias: las mujeres siguen siendo blanco predilecto de hombres mafiosos para recibir los dardos envenenados que destrozan su vida física, su psiquis, su autoestima y su integridad.
No valen, para controlar estos desmanes, las leyes sancionadas; los comentarios en diarios y revistas; las conferencias especiales; los libros temáticos de psicólogos, psiquiatras y sociólogos; las entrevistas radiales o televisivas; las fundamentadas advertencias religiosas y movimientos expresivos de repulsa a tanta perversidad ejercida por los hombres contra indefensas y despreciadas mujeres. Y no valen las protestas del “# ni una más” porque no hay peores sordos que los que no quieren oír, ni peores ciegos que los que no quieren ver.
La sociedad y quienes la representan somos cómplices y culpables de una violencia soterrada que, apenas ahora, comienza a ser combatida.
La sociedad y quienes la representan somos cómplices y culpables por el silencio que apaña y no denuncia; por la tolerancia al infame cobarde que se aprovecha de una cultura equivocada pero vigente; por alentar con el mal ejemplo a las futuras generaciones que repiten conductas lesivas. Hay hombres convencidos -y niños que crecen alimentados en la certeza- de que la mujer “sirve” para ser comprada y vendida, violada, golpeada, maltratada, desmembrada, desfigurada, quemada, enterrada viva. Hay mujeres que viven este infierno porque no conocen y no saben que hay otra manera de vivir. Las mantienen en la ignorancia, las dominan por el miedo.
La sociedad y quienes la representan somos cómplices y culpables por olvidar que todo niño/a nace de una madre y que esa madre es necesaria e indispensable para que ella y sus hijos vivan, crezcan y se desarrollen con salud, dignidad y protección de paz. Toda madre "es la seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y del alimento". Proteger a la mujer es resguardar la continuidad de la raza humana.
Carece del buen ejercicio de sus facultades mentales el hombre que alimenta la idea de creer que, por el casamiento o por formar pareja, ha adquirido de por vida "una cosa", como si hubiera comprado un objeto para administrarlo a su antojo: usarlo, tenerlo como adorno o cacharro viejo, apalearlo, despedazarlo o hacerlo desaparecer.
La vida en común de hombre y mujer implica derechos y deberes mutuos, pero no hay normativa que autorice a ninguno de los cónyuges a disponer de la dignidad del otro. No existe para el hombre ningún papel con la categoría de un cheque o pagaré en blanco para el ejercicio de la violencia, ni que signifique el derecho del hombre para cobrarlo, como si fuera un título ejecutivo, contra la mujer; un título de crédito con el que se acciona “cuando me dé gana”, porque “vos sos mía”; y “te voy a reventar la vida”; “te quito los chicos”; “te rompo la cara”, “no te dejo un hueso sano” o la consabida amenaza: “te mato”.
Los golpeadores, los que maltratan física o psicológicamente, los que violan, los que matan a mujeres (niñas, jovencitas, adultas o ancianas) son delincuentes; asesinos perturbados a quienes les cuesta reconocer su propia culpa; personas más cerca de la naturaleza animal que de la naturaleza humana. Psicópatas sin remedio, bandoleros de la paz, carecen de Dios, de espiritualidad, del dominio de sí mismos, de ética, de moralidad.
El caso que se hizo público de la esposa amedrentada y difamada a propósito, a través de un ciberacoso, por un ex marido furioso -un esposo que se encontraba ya alejado del hogar, alejamiento del que resultaba una pareja distanciada desde un cierto tiempo1- es un claro ejemplo del hombre que realiza un manejo equivocado de sus propias emociones, de la incapacidad de visualizar con juicioso criterio los propios problemas, de buscar una solución pacífica a un conflicto serio, pero no por ello insalvable.
El objetivo buscado por el difamador, en el mar de sus propias confusiones, fue la venganza. El agravio lo concretó a través de fotos comprometedoras de su ex esposa, fotos muy íntimas, transmitidas por mensajes a miles de personas. Utilizó un sistema que técnicamente puede ser útil para salvar vidas, comunicar conocimientos necesarios para la humanidad o resolver situaciones de crisis (como una enfermedad, un accidente fatal, una emergencia de la naturaleza) y que, sin embargo, en su cuestión personal sirvió para dañar con alevosía a otro: un modo aparentemente eficaz para expresar su ira y su desprecio contra quien se sentía engañado.
Nos preguntamos: ¿fue necesario realizar todo ese esfuerzo grosero y de vilipendio a sabiendas? ¿No pensó en sus hijos y en el daño que causaba como padre? ¿O se olvidó que tenía el deber de cumplir con el ejemplo paternal? ¿Para quién es la lección de maldad? ¿Mensuró debidamente la situación de su frustrado matrimonio o se entregó a la tarea -para él satisfactoria- de imaginar cómo molestar pérfidamente a la mujer?
Nos parece muy decepcionante, dentro de nuestro marco social, que alguien conciba y ponga en práctica un modelo de conducta ultrajante para cebarse en el dolor y la tragedia de otro/otra. No hay ningún mérito destacable y mucha tela para decir cuán ofensivo y repugnante nos resulta. Las redes sociales han de tener mejor tarea que la de preocuparse en husmear, estúpidamente, vidas ajenas.
Es de esperar que cada vez se tome mayor conciencia, por parte de todos nosotros, que la vida de cada uno, mujer u hombre, transcurre de una manera determinada; que no somos jueces divinos para decidir qué castigo merece -si es que lo merece- el que nos produjo alguna pena; que no hay razones para justificar ningún tipo de violencia individual y por mano propia, contra las mujeres, por amoríos o cualquier otra cuestión, pues ninguna es de tamaña incidencia como para que justifique el ataque a la dignidad o a la integridad humana.
Actualmente, la infidelidad no es motivo de divorcio ni constituye delito. Por otra parte, la falta de lealtad en las parejas se ha dado desde las épocas bíblicas: basta remitirnos al deseo del rey David por la bella Betsabé y cómo, por su indomable deseo, no dudó en mandar a Urías, el esposo de ésta, a una muerte segura. Que después de estos episodios David se arrepintiera y que a Betsabé se la despreciara por su adulterio, es harina de otro costal. En la mitología griega existe la historia de Semíramis, cuyo esposo tuvo que renunciar a ella. El rey puso su interés en la hermosa e inteligente Semíramis y el legítimo marido, Ones, fue amenazado por el monarca de que le arrancaría los ojos si no la entregaba. Ones se ahorcó. Semíramis reinó en Babilonia por muchos años. Se dice que se la transformó en paloma y fue llevada al cielo para divinizarla.
Todas estas historias -antiguas, por cierto, con finales felices o no- tratan a la mujer como cosa. Qué querían o qué pensaban las mujeres era una cuestión que nunca se consideraba.
Sobre este criterio, ofensivo y obsoleto, se trabaja universalmente para que se deje de lado. En el presente se trata de enaltecer a la mujer como persona digna de las mayores consideraciones. Muchas damas honorificaron sus pueblos: Judith, la reina Ester, Ruth, la moabita, Juana de Arco, Hellen Keller, Florence Nightingale, Mercedes Tomasa de San Martín y Escalada, Gabriela Mistral, Macacha Güemes, Alicia Moreau de Justo, la Madre Teresa de Calcuta, Malala Yousafzai y tantas otras que resultan imposible de enumerar, destacadas en las artes, en las ciencias, en la política y en una silenciosa pero fructífera labor privada a favor del prójimo.
Pero no es necesario ser figura renombrada para ocupar el lugar adecuado dentro de la trama societaria. Basta ser reconocida como persona.
El deseo, la lujuria, la ira, el orgullo, la codicia, la envidia, la gula, la pereza son vicios capitales. El amor, la discreción, la prudencia, la solidaridad, la amistad, la lealtad, la confianza, el respeto, la serenidad de espíritu, la alegría son virtudes. Tanto las unas como las otras representan cualidades que se encuentran reflejadas en los seres humanos. Bueno es distinguirlas, porque en materias como las aquí tratadas no se debe ni se puede justificar, en el nombre del propio orgullo y de la ira desmedida, la muerte, ni el daño, ni el maltrato, ni la extinción social de nadie.
1 El presente comentario se basa en el artículo periodístico de Los Andes. Sección Policiales, 8 de noviembre de 2015, p. 18-A.