No respiraba. Un fulminante ataque al corazón. Rafael Savino ingresó sin vida a la Clínica y Maternidad Suizo Argentina. Transcurría 2009.
Presidente de San Lorenzo por segundo mandato seguido, vicepresidente primero en la etapa del empresario ganadero Alberto Guil, querido por los jugadores, respetado en el ambiente, los tres atados de cigarrillos diarios y las frituras en exceso lo llevaron al borde del más allá.
Víctima de un ataque de nervios, se desplomó en silencio. Tuvo suerte. Los médicos le devolvieron el color, el pulso, la vida. Un stent, un pequeño tubo de malla de metal que se expande dentro de una arteria, en este caso del corazón, comenzó a marcarle el paso.
El escandaloso final del ciclo que tuvo al frente a Ramón Díaz, millones y millones de pesos, grupos de inversión y despistes, le dolía en el pecho todavía. Había pasado un año.
“No quiero que se me involucre más con River. Fue una etapa de mi vida que pertenece al pasado. Le di todo lo que tuve”, aseguran que suele decir José María Aguilar.
Dueño de una cadena de negocios de artículos eléctricos con sede central desde hace 40 años en la esquina de México y Entre Ríos, abandonó el club por la puerta de atrás. Lo eclipsó el magnetismo millonario de Carlos Abdo, el posterior ciclo fugaz y traumático en la conducción del Ciclón.
Nunca jamás volvió al club. Luchador incansable desde su juventud por un San Lorenzo gigante, creó estabilidad detrás del dislate de la administración encabezada por Fernando Miele. Pero él también aceptó la fantasía externa que derrumbó al club de sus amores. Y lo abatió como nunca hubiera imaginado.
Meses atrás, disfrutó de la obtención de la primera Copa Libertadores de América en su casa, por TV, con sus dos varones y su hija. Con una mueca de nostalgia. Inmensamente solo. El brindis por la vieja obsesión es con un vaso de agua mineral sin gas.
Rafael Savino es el espejo de muchos. La enfermedad, la soledad, el desamparo que extravía el poder.
Lejos, demasiado lejos de Marcelo Tinelli, hoy magnético vicepresidente, ayer el empresario al que "Lamparita", como muchos lo reconocen en la intimidad, le abrió las puertas del club.
La venta de productos de iluminación, de la que se ocupa todos los días, no lo aparta de la oscuridad. Hace tres meses, la tristeza y el cigarrillo casi lo llevan otra vez al mundo desconocido.
Otro infarto, otro stent. Lo rescató, esta vez, el cardiólogo Luis de la Fuente, famoso por salvarle la vida a Gerardo Sofovich. “Ni el cigarrillo ni la mala alimentación ni su frágil salud: San Lorenzo, o el olvido de San Lorenzo, lo llevó a esta situación”, confía un íntimo amigo.
Cuenta que el empresario más famoso, el que se adueñó del rating televisivo, le envió un cálido saludo, preocupado por su frágil estado general.
Lagrimeó en el velatorio de Julio Grondona, el dirigente que lo cobijaba como a un hermano menor. Se debieron mucho, según como se mire, en partes iguales.
Pasó unos minutos y abandonó el recinto del dolor por la puerta de atrás, casi sin testigos. Más tarde, en su casa, lloró hasta medianoche. Emocionado por el paso del tiempo.
Envuelto por duendes del pasado, tratando de recuperar a aquel joven que cantaba en las calles, rodeado de pancartas por un “San Lorenzo democrático”, a mediados de los años ochenta, a esta versión marchita, una tercera edad de entrada restringida en el Nuevo Gasómetro.
José María Aguilar, ex presidente de River, y Javier Cantero, ex titular de Independiente. Parecidos y diferentes. Suficientes para ver en ellos otros nombres, las mismas vivencias.
Rafael Savino es el espejo de muchos. La enfermedad, la soledad, el desamparo que extravía el poder. La de Savino es una historia entre tantas otras. Se trata de personajes polémicos, de protagonistas asociados a manejos escasamente transparantes; de mandatarios exitosos, también. De hombres que dejaron una huella de poder durante largos años y que hoy se ofrecen como insospechadas migajas.
Es la vida, antes y después de ser presidentes de un club de fútbol, el de sus sueños. Son la pasión y los millones en un puño. La fama, los adulones circunstanciales. Después, el vacío. La ingratitud, los insultos. Y el ostracismo.
Hay decenas de libros escritos con el mismo trazo, con la misma letra. Esta crónica, sin embargo, la ocupan sólo otros dos casos testigo: José María Aguilar, ex presidente de River, y Javier Cantero, ex titular de Independiente. Parecidos y diferentes. Suficientes para ver en ellos otros nombres, las mismas vivencias.
“A Independiente no vuelvo más”. Javier Cantero lo piensa todas las mañanas, antes del café negro y tostadas con queso con los que empieza cada día. Pasó, en un vuelo veloz y traumático, de espadachín de la justicia contra los violentos a un triste y solitario final. Ni la política que lo arropó por su mensaje transparente, distinto, esperanzador lo acompañó más allá de su media hora de fama.
Tuvo que irse seis meses antes de que terminara su mandato. Fue el 23 de abril de este año. El agobio financiero y el riesgo cierto de que los Rojos siguieran otra temporada en la B Nacional, a la que descendieron durante su mandato, acabaron con su cruzada.
Por ahora, no sólo no se acerca al inconcluso estadio Libertadores de América: casi no se lo ve en público. En estos primeros tiempos de ex presidente trató de blindar a su familia, la que más sufrió en medio de los avatares y la sinrazón de los cultores de la intolerancia.
Un par de veces había sido escrachado por la barra brava que lidera Bebote Álvarez en el country de la zona sur en donde vive. Por ahora, sólo se dedica a su consultora. Y a proteger su delicada salud cuando aún no cumplió 58 años.
El estrés del cargo que ocupó se ve hoy reflejado en su cuerpo. Alcanza con una comparación de publicidad televisiva: el antes y el después.
Las canas ganaron un terreno impensado y, ya sin lentes, porque una de las cosas que hizo al tener más tiempo fue operarse de los ojos, las ojeras dejaron huellas indelebles. Cuentan quienes siguen a su lado, compartiendo esperanza y convicciones, que hasta pensó en irse del país, alejarse más todavía de Avellaneda.
Algunos años antes que Cantero, José María Aguilar, en River, abrió un camino que, como nunca imaginó, iría del cielo al infierno.
Pero su esposa, Claudia, hizo fuerza para seguir cerca de los hijos y los nietos. Recuperó su rutina con el transcurso del tiempo: va todos los días a la oficina en el centro de la Capital. Mucha gente todavía lo reconoce por la calle. Y no todos son reproches, no todo es el eterno dedo acusador. También se suman quienes se identifican con la causa.
Escribió un libro de ficción sobre el fútbol que está cerca de ser publicado. Cuenta situaciones y anécdotas ajenas y propias. Hasta quebró el silencio autoimpuesto.
Semanas atrás reapareció en público. Fue en una breve entrevista con TyC Sports, la señal deportiva del cable. Dejó algunos conceptos. Dejó su impronta.
"Me hice cargo de todos los errores que se cometieron, no les eché la culpa a jugadores ni árbitros. Las cosas van de arriba hacia abajo. Pagué ese costo. Mi salida del club significó que entrara dinero que Independiente estaba necesitando", explicó. Se trata de una cruda radiografía que revela hasta dónde el fútbol, más aún su club, le marcó para siempre la vida.
Algunos años antes que Cantero, José María Aguilar, en River, abrió un camino que, como nunca imaginó, iría del cielo al infierno. De Aruba al destierro. Luego de dos períodos como presidente, entre 2001 y 2009, espacio previo a la caída al abismo del gigante de Núñez, volvió a trabajar como abogado. Recuperó, en los últimos meses, los clientes que el fútbol le quitó.
Durante un tiempo siguió cumpliendo actividades como dirigente. Su estrecha relación con Julio Grondona lo llevó a tener un puesto como miembro de la Comisión de Clubes de la FIFA, a pesar de no ejercer cargo en ninguna institución.
Luego, empezó a desandar un camino que siempre lo ocupó durante su desempeño en el área jurídica de la FIFA, iniciado en los primeros años de su primer ciclo como presidente de River: la situación de los juveniles que emigran desde temprana edad captados por los clubes poderosos de Europa.
El descenso en 2011 lo deprimió -tres de los seis torneos que provocaron la debacle correspondieron a la segunda parte de su gestión, los otros tres, al inicio de la era Passarella- y determinó que se recluyera.
Dejó de frecuentar los lugares públicos, por temor a represalias de algún hincha. Por problemas de salud -severos picos de estrés-, adelgazó alrededor de 40 kilos, se dejó la barba, abandonó el cigarrillo, sufrió una trombosis en una pierna que lo obligó a dejar de concurrir al gimnasio y cambió drásticamente los hábitos alimentarios.
Menos carnes, más verduras. Menos vicios, más caminatas. En los últimos días, recuperó un poco de peso, aunque mantiene una dieta regular. La balanza no disfrazó su realidad: subió hasta los 130 kilogramos en sus días más oscuros.
A los cinco años recorrió por primera vez los mágicos pasillos del Monumental. Iba casi todos los días, como hincha, como socio, como secretario, como presidente. Hasta 2009. Fue el principio del final. Enseguida llegarían el descenso, el vacío de un hombre, un espejo en el que bien pueden mirarse tantos otros.
Sus vecinos de siempre casi unánimemente aseguran no verlo desde hace mucho, aunque otros hablan como si lo frecuentaran a diario. Sospechan que ya no vive allí, en la casa de Villa Urquiza.
Pero queda su recuerdo. Y se abre más aún el misterio. ¿Qué es de la vida de José María Aguilar?
Carlos, el dueño de una pizzería del barrio, contó que hace algunos años lo encontraba seguido cuando salía temprano en su auto para llevar a las hijas al colegio, a unas cuadras de su casa, pero que no lo volvió a ver.
"Es una muy buena persona", lo definen. "Es atento, amable, saluda a la gente. Es un buen vecino", aseguran quienes lo frecuentaron.
Dueño de la carnicería del barrio, Andrés cuenta que conoce a Aguilar desde los 15 años. "Ésa es la casa de su familia, ahí vivían sus padres. Me llevo bien, a veces viene a comprar él, otras me llama por teléfono y le alcanzo el pedido. Cuando hace asados en su casa viene a comprar acá, suele venir a la mañana y siempre lleva chorizos de cerdo", relata.
"Cuando era presidente de River el padre de un chico con problemas de salud me consultó si no le podía pedir a Aguilar una camiseta para su hijo. Al día siguiente se la llevó sin problemas", recuerda Andrés.
"Hubo algunas concentraciones de hinchas cuando era presidente, pero ahora que pasó el tiempo, y que encima después vino uno que fue peor, no tiene problemas", agrega, pero no asegura que siga viviendo en la cuadra.
Todos recuerdan aquellos días en que vivía con custodia en su casa. Días en los que el barrio era blanco de pintadas y grafitis en contra de Aguilar. “Él mismo se ocupaba de contactarse con los vecinos y se hacía cargo de reparar los daños”, reconocen.
Hasta hace poco, cuando salía de su casa de Villa Urquiza, miraba a ambos lados del camino, previsor de algún ocasional desatado fanático que le recordara sus despistes meses antes del derrumbe.
“No quiero que se me involucre más con River. Fue una etapa de mi vida que pertenece al pasado. Le di todo lo que tuve”, aseguran que suele decir José María Aguilar. En la intimidad, lejos del ruido que tantas veces escuchó en el Monumental, desde los cinco años
Fuente: Diario La Nación.