De la política espectáculo a la política emoticón

De la política espectáculo  a la política emoticón

Querer convertirse en noticia todo el tiempo en época de campaña lleva al límite las posibilidades de la política-espectáculo. La puesta en escena se impone sobre el debate de ideas, a tal punto que han desaparecido del léxico electoral expresiones como programa o plan de gobierno.

Casi no se habla de promesas por el componente de compromiso que esta palabra implica. A veces aparece el término propuesta, pero no cabalmente el concepto que la misma debe tener en la etapa de petición de voto. Predomina la inmediatez, la improvisación y, por lo tanto, la superficialidad.

La televisión es la principal fuente de información para los ciudadanos durante la campaña. En este sentido, los avisos de publicidad política tienen un lugar privilegiado. Estas piezas de retórica electoral deben traducir la estrategia política que el candidato, su partido y su equipo de campaña consideran la mejor para ganar prosélitos.

A veces, el esfuerzo solo está puesto en lograr una composición audiovisual atractiva a los sentidos y que apele -preferentemente- a lo emotivo y no a lo fáctico; de forma tal que el candidato pueda “surfear” la campaña sin contraer ninguna obligación por la que -una vez en el poder- tenga que rendir cuenta al votante o a la prensa.

En el otro extremo de los polispots que podríamos llamar “poéticos” o emotivos están los “tecnicistas” o fríos que no logran calar hondo en los electores. Si bien abordan una temática preocupante para la sociedad, la campaña no puede centrarse solo en un problema.

El ciudadano también necesita que el político le dé razones para tener esperanza en que su vida pueda mejorar si vota un determinado modelo de gestión. El entusiasmo y la convicción se contagian y muchos candidatos no parecen entusiasmados ni convencidos de su propia propuesta.

La sobreestimación del cortoplacismo y su consecuente obsesión por la hiperactividad lleva a los equipos técnicos a la “fabricación” de eventos de campaña cuyo único objetivo es lograr la cobertura mediática. Las visitas de políticos nacionales, por ejemplo, son concebidas con este criterio.

Generan expectativas y especulaciones desde el mismo momento en que son anunciadas y, posteriormente, producen golpes de efecto tanto sobre los votantes como sobre los candidatos rivales.

Todo este recorrido consigue llamar la atención de la prensa. Es decir, la presencia del líder nacional en el territorio local, además de servir para darle “aval”, respaldo y legitimidad al candidato provincial, permite crear un pseudoacontecimiento atractivo para los medios.

La presencia “estelar” no da lugar al debate de ideas; tiene otros “usos”. Lo importante es que permita hacer una demostración de fuerza, es decir, que exhiba el poder de convocatoria de una figura; que alguna de las declaraciones del político de referencia se convierta en titular de la prensa al día siguiente y que el candidato local obtenga lo que hoy constituye el fetiche de campaña: la foto junto al “dador” de entidad política.

Un programa político de gestión abreviado en una imagen y, próximamente, reducido a un emoticón. Esto es, a un dibujo que solo representa un estado de ánimo como metáfora del grado máximo de la pobreza de contenido de las campañas, por el matiz significativo de estandarización y simplificación absoluta que estos signos conllevan.

Otro elemento que alimenta la superficialidad de las campañas es el empleo de la encuestas como instrumento de publicidad política. Cada partido o agrupación política contrata una empresa que presenta a su candidato como ganador o con posibilidades de serlo -cuando realmente no es así- bajo la denominación de “empate técnico”.

La ‘sondomanía’ implica que las encuestas de opinión se conviertan en “el” tema de campaña. Es decir, el sistema mediante el cual se mide la contienda electoral termina sustituyendo los contenidos de la misma. La preocupación por saber quién va primero en las preferencias de los votantes lleva a que la cobertura de los hechos se haga con el lenguaje deportivo de las carreras de caballos.

La posición relativa de los candidatos en la consideración pública se manifiesta mostrándolos empatados -cabeza a cabeza-, ganando o perdiendo por muy poca diferencia. Así se da cuenta de la lógica competitiva que atraviesa todo el proceso preeleccionario.

El peligro que puede traer esta obsesión por los sondeos es que los votantes asuman el resultado de las encuestas como preferencias inamovibles y descrean del debate constructivo de ideas en momentos previos a la elección.

Puede suceder, entonces, que los ciudadanos menos interesados en la política manifiesten su voluntad de querer “subirse al carro del ganador”, es decir, sufraguen a favor del candidato al cual las encuestas lo ubican liderando la intención de voto.

Estas estrategias de comunicación política intentan reducir al máximo los riesgos que pueda correr un candidato en la liza electoral, es decir, tratan de evitar la exposición detallada de ideas en torno a un modelo de gobierno.

A esta desinformación se le suma la falta de interés de la mayoría de los ciudadanos por los temas políticos, aun cuando su calidad de vida dependa del debate profundo que se haga de ellos. Pero por sobre todos estos factores puestos en juego, hay uno que resulta decisivo para los votantes a la hora de evaluar opciones y tomar una decisión: la situación económica.

Los electores se manifiestan más sensibles a cuestiones materiales que morales, aunque discursivamente se escandalicen ante la corrupción y la impunidad. O -lo que es peor- no las reconozcan porque las prebendas que reciben se lo impiden.

Con estos objetivos y prioridades tanto de parte de los candidatos y de los equipos técnicos  como de los ciudadanos, la política emoticón encuentra un campo fértil para desarrollarse. El problema reside en que la política aminorada en un ícono que solo da cuenta de emociones reduce las expectativas y exigencias, anula la capacidad de análisis y favorece la manipulación.

Esto es, hace creer y aceptar que solo merecemos este tipo de gobernantes y que nuestros derechos siempre se verán limitados por sus ambiciones personales en las que el bien común no tiene lugar.

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