A veces, el chico llegaba un poco tarde, pedía disculpas inclinando la cabeza y, como si quisiera ser invisible, ocupaba su sitio al final de la segunda hilera de bancos; el rubor del rostro, despojado de ignavia, señalaba inconvenientes ajenos e inevitables. El primer día de clases, yo había recalcado la importancia de la puntualidad, fundamento del respeto hacia alumnos y docentes.
El jovencito irradiaba un no sé qué especial; el pulcro aspecto humilde carecía de rencor, de soberbia; en sus ropas se adivinaban sudores de otros cuerpos y, el esfuerzo reflejado en las tareas, develaban preocupación por adquirir gran cantidad de conocimientos en escaso tiempo.
Una sensación inexplicable, opuesta a mis preceptos, me condujo a la demora de la presentación del informe trimestral de asistencias y resultados de los educandos. De acuerdo con ellos, se elegiría un representante para trabajar en los laboratorios químicos de una empresa extranjera. Allí, el favorecido ampliaría su formación y recibiría cierta suma de dinero.
En esta ocasión, escuché los consejos de la prudencia. Decidí investigar las causas de las tardanzas del muchacho. Curiosidad, sigilo, discreción me condujeron, de madrugada, al reparto de los diarios de bolsillo en diferentes bares y confiterías aledaños a la escuela.
Al mediodía, me acaloró el frenesí de los productores ofertando verduras frescas en la feria; transpiré observando la descarga ágil y urgente de gaseosas y agua envasada en el supermercado; obtuve imaginarias y dolorosas ampollas cuando barrí la vereda del club de jubilados, restregué las anécdotas imborrables de las superficies de vetustas mesas antes de acomodar sobre ellas los juegos de dominó y, mientras escondía las ganancias del día en el bolsillo interno de la camisa, corrí para buscar a cuatro pequeños que salían del turno vespertino.
Avergonzada, embestí una realidad lejana a las sospechas y prejuicios. Caminé detrás del grupo; el estímulo de la curiosidad ocultó mi presencia. Desde el escondrijo que impedía el escape y, por entre las descascaradas macetas, orgullo de una ventana, fui testigo de la merienda infantil, del aseo de la mesa familiar y los aprontes para cumplir con los deberes escolares.
Se acercaba la hora. Antes de abandonar el espionaje escuché las recomendaciones del hermano mayor. Cuando salió de la vivienda, corrió hacia la esquina; apoyado en la saliente de una vidriera, escribió en su carpeta textos que extrajo vertiginosamente del manual.
Ese atardecer y por distintos caminos, ambos llegamos con retraso al colegio.
Mañana presentaré el informe requerido por las autoridades y el nombre del candidato para que asista a los laboratorios.