Por Fernando Iglesias - Periodista y ensayista - Especial para Los Andes
A estas alturas de la investigación y de la Historia, lo del suicidio de Nisman no se lo creen ni los de Carta Abierta. En cualquier caso, el Gobierno es el principal sospechoso y el primer responsable.
Si fue un crimen, el Gobierno es el principal sospechoso porque quienes estaban a cargo de la protección de Nisman eran sus funcionarios, y porque la reacción posterior de sus miembros incluyó todas las conductas habituales en quienes son culpables: intentos de encubrimiento, mentiras, criminalización de la víctima y adopción instantánea de la hipótesis exculpatoria del suicidio por parte de las más altas autoridades. Además, ni una palabra de condolencia a la familia, ni un día de duelo.
Aun suponiendo que haya sido un suicidio, y un suicidio no inducido -lo que cada vez es más difícil de suponer- el Gobierno es el primer responsable por haber aislado, asediado y denigrado al fiscal cuando lo que correspondía era protegerlo y poner sus funcionarios a disposición de sus investigaciones.
¿O acaso tenían algo que ocultar? En vez de eso, la amenaza de usar “tapones de punta” de la diputada soviética Diana Conti; titulares anunciando: “El oficialismo se prepara para disparar sobre Nisman” y todo tipo de descalificaciones y amenazas, entre las cuales las más explícitas fueron el afiche del Movimiento Evita: “Ni lo intenten”. Todos somos Cristina”, que inundó las calles de Buenos Aires pocas horas antes de la muerte, y el twitt posterior de Alex Freyre: “Si la tocan a Cristina... Te lo dijimos”. ¿Quién si no el Gobierno y sus funcionarios se sentaron solos, solitos, en el banquillo de los sospechados?
Aun si el asesinato de Nisman hubiera sido ejecutado por servicios de inteligencia argentinos o extranjeros (como medio Gobierno repite off-the-record hoy, después de que la hipótesis del suicidio se haya ido despedazando entre eventos inexplicables, improbables y contradictorios), la responsabilidad es toda del Gobierno por motivos muy obvios si se trató de una interna de los servicios de inteligencia argentinos, que el kirchnerismo maneja desde hace once años y están hoy al mando de Milani y Parrilli, dos de los hombres más cercanos a la Presidenta.
Por motivos igualmente obvios si fueron los servicios de inteligencia iraníes, país cuyo memorándum de entendimiento con el Gobierno argentino era, precisamente, investigado y denunciado por Nisman como encubrimiento de terroristas. Puede creerse o no en la denuncia del fiscal, pero basta leer el memorándum con Irán para comprender hasta qué punto, una vez más, la sangre derramada ha sido negociada.
Hasta aquí, los hechos. De aquí en adelante veamos el contexto, según la doctrina explicitada por Florencia Santout, amiga íntima de Luisito Delira y decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad de La Plata, lugar de atrincheramiento de Fernando Esteche. Y bien, el contexto es éste: en el plano internacional, el de un Gobierno que ha llevado a la República Argentina al aislamiento respecto de los países democráticos del planeta para ligarlo a lo peor del escenario mundial: Venezuela, Cuba, Rusia, China e Irán; con el agravante de que si la denuncia de Nisman se comprueba, nuestro país pasará a integrar la lista de Estados protectores del terrorismo.
En cuanto a lo nacional, la muerte del fiscal Nisman se sitúa en el contexto de un Gobierno cada día más acorralado por la infinidad de causas judiciales derivadas de su infinita corrupción de más de una década, y más interesado en garantizarse la impunidad que en administrar el país, por lo que se observa. En este sentido, tan cierto como que la muerte de Nisman perjudica las chances electorales de Randazzo y Scioli es que la muerte del fiscal días después de haber acusado a la Presidenta de la Nación y a pocas horas de declarar ante una comisión del Congreso, suele operar como un poderosísimo congelador de investigaciones judiciales, propias y ajenas.
¿Quién puede sentirse seguro después de la muerte de Nisman? ¿Qué juez, qué fiscal podrá emprender o continuar, sin sentirse intimidado, las investigaciones sobre Boudou y Ciccone, sobre Lázaro Báez y Cristóbal López, sobre las rutas del dinero K o sobre la acusación de encubrimiento hecha por Nisman? ¿Cómo no ver que por el acto barbárico de su muerte ha quedado licuado lo poco que quedaba del Estado de derecho? ¿Cómo hará la Argentina para salir del abismo de brutalidad e incivilidad en el que nuevamente se ha precipitado?
Para no hablar del contexto histórico, que es el de un Gobierno que lleva once años destruyendo lo que tiene a mano de las instituciones republicanas y reemplazándolas por las tres formas reconocidas e institucionalidad kirchnerista: la mafia, la caja y la patota. La mafia, para organizar el saqueo; la caja, para administrarlo, y la patota, para defender a los saqueadores. Un gobierno que ahora ha dado -por comisión, omisión o ambos- un golpe tremendo a la oposición, cuyos miembros nos sentimos amenazados por los responsables de protegernos, y más inermes y desamparados que nunca.
Nada demasiado nuevo, a menos que uno reviste en las filas del partido del “No hay que ser apocalíptico” y “Elogio lo bueno y critico lo malo” en el que militaban casi todos hasta ayer. Por si a alguien le interesa ahora, les recuerdo que Nisman murió antes de que transcurrieran dos años del asesinato del principal testigo de la masacre ferroviaria de Once, el maquinista Andrada, fusilado de cuatro balazos en la espalda en febrero de 2013 “para robarle el celular” sin que su sindicato, la CGT, la prensa, ni la oposición, le dieran trascendencia al hecho ni comprendieran sus dramáticas implicancias futuras para quienes ejercen el periodismo, la oposición o la Justicia en Argentina. Errores que se pagan.
Ya casi nadie se acuerda de Andrada, pero fue así y por caminos similares que recorrimos por más de una década que llegamos hasta una Justicia perseguida e intimidada, una diplomacia puenteada por embajadas paralelas, un Banco Central vaciado, una moneda de fantasía, un Indec sacado del “1984” de Orwell; unas agencias de control impotentes; unos servicios de seguridad fuera de control; un Congreso degradado a escribanía y un partido, el peronista que, después de gobernar desastrosamente veintitrés sobre veinticinco años, sigue sosteniendo que es el único capaz de manejar la Argentina. Así fue que llegamos hasta la situación de hoy, en que la mayoría de la ciudadanía convive con el abuso y el miedo, tratando de convencerse de que esto es, aún, una democracia.
Así estamos, indefensos y furiosos, en el enero sangriento de un año decisivo. Con la sangre derramada, negociada, el carapintada Berni jugando de Herminio Iglesias y sin ningún alfonsinazo a la vista. Volvió la política, decían. Pero los que volvieron fueron la violencia política y los servicios de inteligencia; directamente al centro de la escena.
¿Qué otra cosa podía esperarse de un gobierno que asumió reivindicando los Setenta, la peor década de la Historia nacional, como un paraíso de sueños juveniles y utopías liberadoras? ¿Qué otra cosa eligió la sociedad argentina cuando compró esa aberración, como había comprado la promesa de la patria socialista, la de las fuerzas armadas justicieras, la de que le íbamos ganando al Principito y la del uno a uno, entre muchas otras?
Así votamos también en 2011. Cerrando los ojos a la evidencia en contra acumulada en los dos primeros gobiernos K con tal de comprar otro buzón lleno de relato y sangre; refrendando lo hecho en 2003 y 2007 y dando, a estos delirantes tiranos de jardín, el 54% de los votos para que fueran por todo.
Fue así que llegamos hasta aquí, al segundo gobierno peronista que comienza como Cámpora y termina como Isabelita, pasando de las euforias juveniles a empantanarse en el cenagal de la violencia, los servicios secretos y los extravíos de una mitómana cuyo único mérito político fue ser esposa. De Cámpora a Isabelita y López Rega, y de La Cámpora a Cristina y Berni. Un país que se suicida cada cuatro años, y en el que acusan de suicidio a Nisman.