Desde octubre de 1983, los ciudadanos argentinos votamos regularmente para elegir a nuestros gobernantes y representantes en el Congreso, las Legislaturas y los Concejos Deliberantes; un largo ciclo inédito desde 1930.
Esto, no significa que no tengamos serios problemas, que afectan, el prestigio de las instituciones de la República y que son el resultado de los comportamientos sociales, en un país al que le cuesta vivir dentro de las normas y el respeto a la ley.
Durante el largo ciclo de inestabilidad que soportó nuestra nación con la sucesión de gobiernos electos y gobierno surgidos de golpes militares, muchas veces, algunos ideólogos cuestionaron a las instituciones establecidas, luego, de prolongadas y cruentas guerras civiles, en la Constitución de 1853 y fundadas en la filosofía de la libertad, los derechos individuales y el concepto, clave, de limitar el poder del Estado sobre los derechos de los ciudadanos. Esto ha formado parte de la tradición republicana argentina que nos legaron, los padres fundadores de nuestra patria.
Fue coincidente con el inicio de la inestabilidad constitucional, lo propagación de ideas hostiles a la república representativa, al influjo de experimentos europeos que llevaron al mundo a la catástrofe, con guerras sangrientas y genocidios, como los regímenes fascistas o los totalitarismos comunistas. Muchas veces se agitó aquí, en nuestra nación, el miedo al comunismo, para justificar la implantación de regímenes dictatoriales filo fascistas. Basta recordar el accionar del llamado nacionalismo en el gobierno de Onganía con sus pretensiones de sustituir las instituciones liberales de la Constitución por el corporativismo del falangismo franquista, que expresaba el ministro del Interior de ese régimen, tan bien descripto por Emilio Hardoy como "El festín de los nacionalistas".
Sin duda que hay serias dudas sobre la calidad del Congreso y las Legislaturas y los privilegios oligárquicos de sus integrantes; pero eso no significa que las instituciones sean el problema. La cuestión está en los hombres y mujeres que actúan en la política, muchos de los cuales han podido acceder a las bancas y los cargos ejecutivos por la displicencia de personas honestas y capaces, que no quieren comprometerse con el servicio público y los esfuerzos y sacrificios que ello implica, cuando se actúa con vocación de servir a la sociedad.
No es culpa de las instituciones la existencia de regímenes oligárquicos en varias provincias, donde unas pocas familias monopolizan el poder político y se enriquecen con sus contratistas con el uso, discrecional y sin control, de los fondos de la coparticipación federal y con la complicidad de jueces dependientes que actúan, como empleados administrativos y no, como integrantes de un poder del Estado.
El país acaba de asistir a un espectáculo degradante cuando una gran parte de los diputados nacionales han votado por la impunidad de uno de los funcionarios más corruptos y cajero del sistema de saqueo implementado por la diarquía K. Vimos como votaron a favor de un inepto y corrupto, pero además, apreciamos, con sus discursos, las enormes carencias en la formación intelectual de esos representantes y lo que es más grave, porque muestra la baja calidad de la educación argentina, es que, muchos de ellos, tienen diplomas universitarios.
Es que en la política están los oradores de cafetín, los de barricada y algunos con cualidades parlamentarias pero que muestran ausencia de ideas, proyectos, iniciativas de mejoras o reformas sociales.
A ello se agrega que, con el cupo femenino, en vez de facilitar el ingreso a la política de mujeres con vocación y formación, muchas veces se llenan las listas con esposas, cuñadas y novias como único mérito para esas posiciones expectables. Es una forma de la corrupción la designación de funcionarios o la postulación de legisladores, cuyo única razón de estar en la lista, es la calidad de levanta manos, algo que practican muchos gobernadores.
Es que a la crisis de los partidos se agrega que nunca cumplieron con el rol formativo que les compete y que debe formar parte de los deberes de una agrupación política.
Pero lo más grave es el problema de la justicia, sobre todo la federal que se ha convertido en la garante de la impunidad con los corruptos y están en las provincias para defender los intereses de las oligarquías feudales gobernantes como las que asolan el Norte Argentino y una parte de Cuyo. La mayor parte de los jueces federales no pueden explicar su nivel de vida, impropio de lo que ganan como jueces o fiscales y muchos de ellos fueron designados en repartos de cargos en un cambalache de canonjías, a pesar, que, en los concursos estuvieron bien lejos de obtener los primeros puestos; por el contrario no pasaban de estar en el decimo tercer o cuarto lugar, en el orden de méritos.
Así, el Congreso se convierte en una guarida de corruptos, como Julio de Vido o Máximo Kirchner, multi procesados o un condenado como Carlos Menem, protegido por la Justicia Federal de su provincia y la cobardía de sus comprovincianos, que no se animan a accionar, frente a esta anomalía. Porque el prestigio de las instituciones es una responsabilidad de todos, de la dirigencia política en primer lugar, pero también de una sociedad que no puede limitarse a esperar todo del gobernante como el responsable de solucionar todos los problemas.
Se escuchan voces que se preguntan porqué el presidente no ha puesta presa a Cristina Fernández. ¿Qué ciudadanos tenemos que no saben que eso es responsabilidad de los jueces?, ¿que no comprenden que esos jueces logran preservar sus cargos a pesar de sus falencias y complicidades con la corrupción porque esos mismos ciudadanos que se quejan votan a legisladores que los defienden en el Consejo de la Magistratura?
Decía Carlos Nino, hace treinta años, que la anomia, era la enfermedad que soportaba la sociedad argentina y por eso, ha sido posible el intento de ir por todo, que tuvo el gobierno anterior y la perduración de gobiernos provinciales que avergüenzan, a los que aspiran a vivir en un país moderno, pluralista, decente, inclusivo y con el imperio de la libertad y la ley.
Pero nada viene cómo un regalo o una donación. Las instituciones de una sociedad libre, donde impera el Estado de derecho han sido el fruto, en Occidente, de siglos de lucha por la libertad y la dignidad de las personas y debemos preservarlas.
Para eso cada uno debe asumir su responsabilidad, a fin de evitar que los desmanes de la dirigencia arrastren en su degradación a las instituciones argentinas como ha sucedido en otros países de la región.
Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.